El afán del ser humano por trascender, por alcanzar la inmortalidad, por ser o creerse superior a la propia naturaleza o a sí mismo, le ha llevado por inextricables caminos donde la ciencia o la religión han sido el recurso, más bien artificial, siempre insuficiente, para lograr una supervivencia imposible. La religión siempre miró a Dios o a los dioses pero la ciencia se abrazó a la tecnología, convirtiéndola, al mismo tiempo, en dios y religión. Hoy, frente al vértigo de la vida que se nos escapa de las manos y no hay nada que podamos hacer, ni siquiera la perpetuación de nuestros nombres u obras en cualquier buscador de internet, o frente al vacío que ofrecen las nuevas tecnologías convertidas en dioses donde las redes sociales son sus profetas, el individuo es más lobo que nunca y es capaz de despedazarse con apenas una dentellada o una calumnia. De eso habla la última novela de Don DeLillo, una turbadora historia por conquistar el futuro y vencer a la muerte, una profunda reflexión sobre la capacidad alienadora de una tecnología que hemos creado y no nos puede salvar. En su novela de 1985, Ruido de fondo, ya indicaba que «todas las tramas tienen tendencia a avanzar hacia la muerte», algo que ahora remata concluyendo que no hay manera de sortear la angustia existencial, que no se puede escapar de una tela de araña que creemos tejer pero que acabará por estrangularnos. Nadie escapa. No podemos, ilusos, entregarnos a herramientas o recursos que solo alargan la agonía. En Cero K, DeLillo describe el cero Kelvin, los -273’15 grados centígrados que es la temperatura más baja posible y a la que se aferran un puñado de visionarios multimillonarios con el fin de regresar de la muerte y empezar de nuevo. DeLillo, en una narrativa despiadada, sombría y glacial nos recuerda que, si acaso, el consuelo puede venir de la bendita rutina y no de la criogenización: «Las cosas que hace la gente habitualmente, esas cosas olvidables, esas cosas que respiran justo por debajo de la superficie de lo que reconocemos que tenemos en común…Los elementos soporíferos de la normalidad, mis días de deriva mediocre». Frente a las ínfulas psicóticas de unos, el siempre bienvenido realismo de muchos.