No, no le echen la culpa a los políticos, aunque haya algunos, muchos, tal vez, que sean culpables y muy culpables. Tampoco a los partidos, que sí, que han vilipendiado nuestra democracia hasta dejarla exhausta. Todos, sin excepción, se han servido o se valen de una democracia sólida para convertirla en gaseosa. Tampoco busquen culpables en los medios, periodistas, tertulianos, líderes de opinión y analistas en general que, siendo cómplices del desastre, unos más que otros, porque aquí no hay nadie inocente ni objetivo ni imparcial ni neutro ni que busque el interés general al margen de sus intereses particulares, partidistas o empresariales, porque ellos son también, sin embargo, víctimas de la contaminación generalizada. Ni siquiera es culpable el sistema electoral que, cuando se pudo cambiar para mejorarlo y no dejarlo en manos de indeseables extorsionadores del voto, se miró para otro lado por no buscar enemigos que, al final, lo han sido y de qué manera. Tampoco son culpables el bendito bipartidismo con sus defectos ni el desasosegante multipartidismo con sus incertidumbres. No hay que buscar culpables en líderes mediocres o en políticas erróneas y desordenadas. No, no busquen culpas en corrupciones de todos los colores, en ambiciones de todos los estilos o en pretensiones con los mismos vacíos. La política es el reflejo de la sociedad y estamos donde estamos porque votamos a quien votamos, porque el listón de la moral lo hemos situado muy bajo o, peor aún, lo situamos según sea de los nuestros o no. Al final, va a ser verdad que no está la gente, como dicen, tan cabreada con el que gobierna, que, incluso, les parece bien a pesar de todo lo que se ha dicho, que lo de la corrupción y otras fruslerías va por barrios y así se trata, que el sistema nos bendice, que los etarras son hombres de paz, los indepes, gente que ama a España y que nos importan un bledo las cifras del empleo, la economía y lo que usted quiera, porque ahí están los míos, y es lo único que cuenta. O sea, que la culpa no tiene nombre sino una cifra. La culpa es de los 37.000.608 que han decidido, votando o no, y que nadie espere ahora milagros cuando nosotros mismos somos incapaces de ponernos de acuerdo en la comunidad de vecinos para decidir quién pintará el garaje. Aunque no sirva de consuelo, ya somos los primeros en algo: votamos más que nadie.