Da igual que nos digan que nuestros residuos tardan siglos en descomponerse, que estamos condenando a las generaciones futuras, que contaminamos nuestros océanos y mares y que nuestras inmundicias pasan a la cadena alimenticia. Nos da igual. Hemos tenido que sufrir una pandemia para enterarnos de que el planeta está mejor sin nosotros. Un par de meses confinados y se despeja de CO2 la atmósfera que corona amenazante nuestras grandes urbes. Nunca antes habían estado tan pulcras nuestras calles, sin colillas arrinconadas en los perfiles de los bordillos. El servicio municipal de Limpieza estuvo limpiando sobre limpio, aceras y calzadas que pocos pisaban y que pocos manchaban.

Pero nos han abierto la puerta de casa y nos hemos lanzado como locos a ensuciar. De una manera tan desconsiderada que podemos llegar a pensar que es premeditada. No hay que fijarse mucho para dar con el rastro de la presencia humana. El lunes por la mañana, el parque de la margen derecha del Guadiana en Badajoz amaneció con los envoltorios de la cena que algunas pandillas engulleron la noche antes a base de menús de comida rápida. Es indignante que con tantas papeleras diseminadas al borde de los senderos y escoltando los bancos, los comensales no se dignasen a depositar los restos de sus degluciones en el lugar destinado a los desperdicios, en vez de abandonarlos a su suerte alrededor y encima de los bancos. Además de bolsas y cartones, había paquetes abiertos de kétchup con su contenido restregado a conciencia por el asiento, no se entiende con qué cometido, y envases de helado vacíos cuajaditos de hormigas, que se encargaban de rebañar lo que los ineducados dejaron a su paso.

Se acabó el confinamiento y las calles y espacios públicos vuelven a recoger los desechos que dejamos a nuestro paso. Con el añadido de los nuevos complementos de usar y tirar que ha incorporado la crisis sanitaria para evitar los contagios: los guantes y las mascarillas, todos de plástico, que suman nuevos desafíos a quienes luchan por proteger a este planeta de la contaminación.

En cualquiera de los paseos a los que los pacenses somos tan aficionados entre los puentes, en las márgenes del Guadiana, en la carretera de Las Vaguadas, o en Circunvalación, es difícil no toparnos con mascarillas abandonadas a su suerte y hasta guantes, incluso emparejados, buena muestra de que no han llegado volando escapando de la prisión de alguna papelera. Es fácil que las mascarillas se desprendan de nuestras caras, pero hay que ser vago para ni siquiera molestarse en recogerlas. Mal estamos con que las más usadas sean de un solo uso, porque si se nos caen al suelo, damos por finiquitada su vida útil y si te he visto no me acuerdo. Guantes y mascarillas ya han empezado a llegar al fondo de los mares, como nos están mostrando los buzos de organizaciones ecologistas que se afanan en echarnos en cara nuestras miserias. Calculan que una mascarilla tarda 400 años en descomponerse. Ni aún así somos capaces de concienciarnos. Por muchas campañas que nos pongan delante de las narices, que por muy simples que parezcan los mensajes que transmiten, nunca están de más. Como no lo está que nos reprochen nuestro comportamiento y que nos digan que el que es limpio lo es en su casa y fuera de ella. Porque si ahora son pocas las mascarillas y guantes tirados en las calles, esto acaba de empezar. Ambos complementos han llegado para quedarse, entre nosotros y entre quienes vendrán mucho después de nosotros. Y no será por poco tiempo.