Una ciudad de plástico. Espacios con amplios acerados, por los que podía pasar la gente y jugar los niños, se están viendo copados por veladores cerrados donde los fumadores encienden cigarros bajo las estufas de hongo. Visto así parece algo deplorable, pero no le había dado mayor importancia, me parecía incluso que daba a las zonas de ocio un aire vacacional y relajante. Pero está claro que hay otro punto de vista, el de un amigo que lleva varias semanas expresándome machaconamente su rechazo a la proliferación de terrazas como alternativa a la ley antitabaco. A él no le relaja. Dice que antes se podía pasar entre las mesas mientras que ahora los transeúntes deben sortear lo que califica de tiendas de campañas plantadas en la calle; dice que una cosa es que los establecimientos paguen por tener veladores, compartiendo el acerado público con los viandantes y otra, muy distinta, cercarlo, acotarlo como si fuera suyo. Y dice además que es peligroso. Mucho mechero encendiéndose bajo unas estufas que no sabemos si son revisadas, si tienen escapes, si queman bien, y que cualquier día vamos a llevarnos un disgusto si tenemos en cuenta, sigue con su disertación mi amigo, que muchos de estos espacios están completamente cerrados.

Decía que no le había dado yo mayor importancia a este asunto, pero me ha dado por pensar si al final mi amigo no tendrá algo de razón, y esto acabe por convertirse en un problema más que en una solución.

He dado una vuelta por alguno de estos lugares. Era un mal día porque hacía sol y estaban todos los quitamientos levantados, pero cuando llueve o cae la noche, se bajan los plásticos y las estufas se encienden. Hay sitios donde las terrazas forman fila, unas pegadas a otras. Son como la mala hierba dice mi amigo. Nos están colonizando. Acaba su perorata diciendo que los fumadores, ahora bajo abrigo, hemos ganado una batalla.