Hace calor. No basta ya con mover la silla a la sombra. La luz escribe en morse. Se escriben a guiños intermitentes. Debe ser que es lunes o que aún no dominan el idioma, un parasol insuficiente o el vermut, porque crecen malentendidos entre las piedras. Calientes. Como la mala yerba. Y entonces se ríen. Del otro, de sí. Como en el callejón del Gato. O se enfadan. Poco. Y corto. Como los mensajes de las películas de guerra. De submarinos. Y cambio. Porque les gusta navegar, buscarse bajo la superficie, ahora que sobra la ropa, unas veces en los mares y otras en los océanos, incluso en el secano. Le han cogido gusto a las tornas. Al olor del regadío en las Vegas del Guadiana. Al rojo tomate. A mancharse y hundir el hocico, como los niños, en la sandía. Al zumbido de los aspersores al caer la tarde en la hora favorita de los mosquitos. Y a desentrañar las horas, a diseccionar en trocitos el día, por el sonido. Saben ya que el mirlo imita el canto de otros y que anuncia la salida del sol. Que es mejor saltar de la cama entonces y airear las sábanas y regar las pilistras del zaguán y fregar los suelos y abrir las ventanas de par en par y las puertas encontradas para que se encuentren con la corriente y se hagan amigas. Pero solo un rato. Antes de las doce cierran a cal y canto para que los muros no se calienten. Ni las cabezas. Y así hasta la hora de la cena. Y vuelta a empezar. También han aprendido que sus siestas las arrullan las chicharras. Que suenan a García Márquez, a sombrero de ala ancha, a ojos cerrados, a luz blanca, a olor caliente y lechoso de higuera y a cortina de lona sobre la puerta. Con las primeras cabezadas, descubrieron los libros y las gafas exhaustas en el suelo, y, colgándoles de la comisura, un hilillo de baba que andaba perdido, en su infancia, en la huella de sus hijos sobre sus hombros. Y con él, vino la sed. Antigua y secarona, con sabor a un botijo que no conocieron. Salvo en las tiendas de souvenirs. Con un chasquear de lengua pastosa, un costado de sudor y el otro de escalofrío, el ventilador apaisa la tarde. La raja de luz de la nevera, el surco helado del agua en la garganta, la parte en dos. Más cerca de perderse. Se apaga. Los grillos festejan la noche. Larga. Alegre. Fértil. Como el verano.