Este fin de semana no puedo, pero al siguiente ya tengo planeado dedicar una parte de la mañana del sábado a deshacerme de cosas. Es increíble lo que se va acumulando en una casa. Al principio parece que van a sobrar cajones y armarios. Vana ilusión. En unos meses el espacio se ha reducido; un par de años después ya no hay sitio para nada. Los huecos están todos ocupados y los objetos empiezan a amontonarse unos encima de otros y a esconderse detrás de las puertas y tras la mampara de la ducha del cuarto de aseo que nunca se utiliza. La terraza, que en los primeros tiempos decoraste con ilusión y en la que incluso colgaste un farolito cursi y a todas luces inapropiado, sirve ahora para guardar las bicicletas de los niños, apoyadas contra pilas de tiestos vacíos y horribles maceteros que te fueron regalando. Más o menos por esa época algunas cosas comienzan a estropearse o quedan obsoletos. Algunos armatostes, como el frigorífico o la lavadora, se los puede llevar el técnico que instale los nuevos, pero hay otros mil utensilios de los que es más difícil deshacerse. Eso, y la manía que tenemos de guardar. Quizás lo necesitemos. Maldito pensamiento. El tesoro pasa a ocupar su lugar tras la mampara, sobre los maceteros arrumbados o, y esa es otra, en el trastero. Miedo me da. Estoy viendo que no será suficiente dedicar una parte de la mañana del sábado a deshacerme de cosas. Tendrá que ser entera, incluso es posible que deba tirar de la del domingo. Estanterías de un armario ocupadas por móviles y cargadores viejos, teclados, alfombras en desuso. Tres ollas a presión quitando espacio en la cocina. En otro cuarto un viejo ordenador que de nada me sirve. No tengo farolito en la terraza, ni bicicletas de niños. La mía está en el trastero. No la utilizo, pero la salvaré de la quema. Todo lo demás irá a parar al punto limpio.

Eso digo, luego, ya veremos. Es posible que tenga que guardar algo.