Las gotas en el cristal nos cuentan su historia. En código morse para quien quiera entenderlas. Y al poco, la lluvia parece ponerse nerviosa, le entran las prisas, y ya no hay manera de enterarse de nada. El tic tic se suspende un instante. Como cogiendo aire, suspirándose. Puede que se haya acordado de alguien que le quita el sueño. Puede que, asomada a nuestras ventanas, le guste mirarnos, fantasee con colarse dentro y que la aceptemos como es, pese a dejarnos charcos en la cocina. Que la consolemos, diciéndoles que siempre es bien recibida, que quizá no en el norte, porque es verdad que en francés, su nombre suena a soledad, como una canción de Brel, pero, que aquí, nada de nada, al revés. Con lo precioso que pone al campo y lo contentas que están las coles, las alcachofas viéndose engordar, y los espárragos y las setas, esperando un caminante, que se agache, a su vera, y les diga, oh. Casi le entran ganas a una de acercarle fotos de lo que trae bajo el brazo: la Vegas del Guadiana a reventar de tomates, que ya antes de plantarse sueñan con ser gazpacho, los pimientos, rojos como claveles, las sandías, tan grandes que antes abrían telediarios, y que son sinónimo de verano, de alegría, de siesta larga, de santa pereza. Pero ese segundo es solo una inspiración profunda. Es verle de reojo, saber que el viento viene, vuela, como un escalofrío por la espalda. No sabe ya para qué lado peinarse, y su ritmo, que valía para quedarse trasvelada, como un metrónomo, se convierte en airado, en ráfaga, que la desfigura. Saca de ella lo peor, la desquicia, y acaba volcando las sillas de las terrazas, estrellando macetas, tejas, rasgando toldos. Pero cuando se les observa, no se sabe si es un baile apasionado, un creccendo en que se buscan y se encuentran y se estallan, una lucha de poder, o un déjame en paz, un querer huir, una persecución aullada. La noche llega y aún no hay silencio. Lleva semanas sin escampar del todo, dejando húmedo el desaliento confinado, el abrazo aplazado, los bares cerrados, la frontera con guardias, la mirada hacia el cielo de los que trabajan en el hospital, sin un ratito de sol que les enjugue el cansancio. Llevamos un año de invierno. Y el gris no se nos quita ni con hidroalcohol. Mustios esperamos la primavera, el calor, incluso agosto, que imaginamos feliz, vacunado de tristezas, sin sed, por fin, bañado por esa agüita que ahora cae. Como un milagro.