Leía a principios de verano un artículo titulado Mi puesto lo ocupa ahora una máquina y aseguraba que afectados por la automatización de sus trabajos relataban cómo las nuevas tecnologías han destruido o transformado sus empleos. También leía que «se abren paso otro tipo de ingenios, dotados de inteligencia emocional y capacidad de aprendizaje, los llamados robots sociales…» En abril, Michihito Matsuda fue el primer robot de la historia, basado en Inteligencia Artificial (IA), que se presentó a alcalde (en Tama, un distrito de Tokio con 145.000 habitantes, donde logró 4.013 votos, quedó tercero, casi empatado con el segundo) prometiendo «oportunidades justas y equilibradas para todos» y «acabar con la corrupción».

¿Y si un robot terminara siendo tu alcalde? Es un supuesto ficticio, lo sé. Aquí los robots no tienen derecho a voto ni a ser votados. Son unas máquinas, complejas, pero unas máquinas programadas por humanos para incrementar el bienestar de las personas. Permítanme el entretenimiento, la licencia y el juego de un supuesto imposible.

Un alcalde robot no necesita de la participación ciudadana ni de la transparencia. Él decidirá por todos y lo que todos deben conocer. El regidor de nuestro cuento puede que tenga un master en municipalismo, pero su mayor éxito será sentar cátedra desde la palabrería, dice lo que quiere a sabiendas de que lo dicho será amplificado en los medios, pero eso no le da derecho a utilizarlos.

El alcalde robot de esta narración difícilmente percibirá el abandono de una ciudad de la que es gobernante, salvo que se le reprograme un cedé de autocrítica. Desconocerá si la ciudad está sucia, si los jardines se han secado o si los solares son focos de incendio. Él seguirá inmóvil, sin un emoticono de empatía. No notará el traqueteo de baldosas ni se quedará sin agua por rotura en la red de abastecimiento.

Para él todos los barrios serán iguales porque no reconocerá la desigualdad, ni reaccionará ante ella. El deterioro de calzadas y aceras, de servicios públicos, no le preocupa y como mal menor dirá que a otros robots en otras ciudades les pasa lo mismo. Su toma de decisiones será cuadriculada: lo deteriorado se cambia de manera radical, despilfarrando. No entiende sobre el mantenimiento de la ciudad pues eso requiere de sensibilidad y previsión. Italo Calvino, en Las ciudades invisibles, llegó a comprender que la ciudad era solo lo evidente. Y Carlos García, en La ciudad hojaldre, nos remite a una urbe actual revelada como un gran negocio.

Nuestro robot ve la ciudad desde el videowall de una comisaría, como un Gran Hermano, el resto actúa como en un Show de Truman local, vigilados, donde los colectivos ciudadanos son ignorados. Y desde ese ángulo los olmos de Carolina Coronado sobran, el camalote es inapreciable depende cuándo y los olores del Rivillas y Calamón son perfume. Policía Local o Bomberos no sirven más que para incordiar, pensará. La cascada de multas es un gesto de preocupación del alcalde máquina ante una sociedad humana que quiere ir demasiado a prisa. Las cuentas las supervisa y salen, más claros los ingresos que los gastos, pero el funcionario que suma y resta le pasa los números al céntimo y el alcalde robot se muestra por primera vez contento: los números sin corazón son lo suyo.

El alcalde autómata puede que se equivoque 500 veces cada día, pero no reconocerá ninguna. Las grandes mentiras hay que desmontarlas desde la realidad, no desde la actualidad dictada. Un buen alcalde robot no rectifica. Ni se deja aconsejar. En política la repetición es mano de santo, como en publicidad. Redundará discurso, anunciará lo anunciado pues él nunca será esclavo de sus palabras ni de sus promesas. Una autoridad androide así parece infalible y yo prefiero un alcalde de verdad que dude y que se cuestione todo. Dicen que dudar es empezar a saber. George Herbert escribió que «el que no sabe nada no duda de nada» y Octavio Paz que «aprender a dudar es aprender a pensar». Este alcalde ficticio seguro que no admirará nunca a nadie, bastante tiene con poner al día sus actualizaciones. Dudo de que llegara a ser un buen alcalde el robot candidato de un distrito de Tokio por mucho que sus creadores afirmaran que hubiera sido más justo que un regidor humano. Soy más de reconocer las dificultades que de trasladar de manera sobreactuada un engaño camuflado. Ser un escuchante activo debe ser inherente a un alcalde. Detesto a los aleccionadores, a los moralistas y a los que hablan para reivindicarse desde arriba. «Practicar cierto tipo de modestia es la ética de una ciudad abierta», dice el antropólogo de la vida cotidiana Richard Sennet.

Que la felicidad y la desgracia, que el acierto y el error no existen en soledad, lo desconoce el robot. El verdadero alcalde es un impulsor del talento ajeno. Un amigo profesor me suele decir que un buen alcalde termina pareciéndose a su ciudad. Un alcalde robot no llegará a esas conclusiones y nunca sustituirá a un alcalde, por muy maquinal y frío que sea el alcalde, el que fuere, y por muchos avances que vengan, que vendrán.