Arqueólogo

Como decía en mi columna anterior, me confundí creyendo que los restos de unos soldados de la Guerra de la Independencia, aparecidos en la Alcazaba, eran de soldados españoles. La búsqueda de la certeza para esa atribución, menos segura con el paso del tiempo, me hizo buscar documentación francesa donde apoyarme. Y, por casualidad, la encontré.

Resulta que cuando el mariscal Soult tuvo la certeza de que Wellington se iba a decidir por atacar a Badajoz, pidió al rey José I la devolución al ejército del Mediodía de algunas unidades temporalmente desplazadas al ejército francés del Centro. Una de esas unidades fue la citada de Hesse-Darmstadt. Antes había estado acuartelada en Toledo.

Quiso la casualidad que en el dispositivo defensivo preparado por el general Philippon, comandante general de la plaza, la defensa de la Alcazaba estuviese encomendada al regimiento de Hesse-Darmstadt. En esta posición hubo que soportar el inesperado ataque de la infantería inglesa, una parte de la cual perdió su camino y, por el foso que bordeaba la puerta de Trinidad, acabó al pie de la fortaleza y, dándose cuenta de su escasa defensa, alcanzó lo alto del muro con muy poca resistencia. Hubo bajas, eso sí. Entre los muertos se hallaban los servidores de una batería de artillería, todos alemanes y un polaco, quizás algún español. A los muertos se les enterró rápidamente, después de retirarles todo lo aún utilizable. Y allí quedaron. A los vencedores se les olvidó una espléndida moneda de oro de ocho escudos, acuñada en Méjico, del rey carlos III. Demasiado sueldo para un soldado. Acaso la robó o la ganó en el juego, pero no pudo gastársela. La encontramos nosotros en su faltriquera.