Pedro, Mariano, Pablo, Albert, la cultura Telecinco, el fútbol, Trump, la posverdad, la vida según quién, la ciudad según cuál, los estrategas del absurdo, el discurso del miedo, el cinismo de la caspa, el socavón de mi calle, la huelga de limpieza siempre en la feria, la feria que no cesa, el cese de tantos, tantos que claman en el desierto, el desierto que no se acerca con tanta lluvia y tormenta, la tormenta en las relaciones, las relaciones que se rompen, los indepes que rompen con España, España a la deriva, la deriva de la economía, las economías de casa que no llegan, y el mundo del derecho y al revés que llega un día y al otro también.

Pasamos del hedonismo más profundo a la banalización del mal con la misma facilidad que cambiamos de canal de televisión. Hacemos de nuestra capa un sayo, nos escondemos tras un puñado de caracteres, el ocio se convierte en dios y echamos a Dios de todas partes. Pero hay algo de lo que no podemos huir, para lo que no estamos preparados. Dalí vivió toda su vida unido a la muerte. Su hermano, también llamado Salvador, había muerto nueve meses antes de su nacimiento y Dalí creía ser su mala copia. Calculó que había sido concebido durante el luto y escribió: “He empezado por la muerte, para evitar la muerte”. Estaba tan obsesionado que creía que la ciencia y la medicina encontrarían algo que le convirtiera en inmortal. Pero ni siquiera él pudo escapar. Es domingo y hace un rato una amiga de Alicante me ha comunicado que otra vieja amiga de campamentos y juventud falleció ayer. La vi hace unos tres años por última vez.

Recordamos aquellos tiempos de vida y sueños, reímos por los momentos disfrutados. La miraba y veía a la adolescente que conocí. Seguía llena de vida, amando cada centímetro de su mundo, donde la familia, el trabajo y los amigos eran un fundamento esencial. He pasado todo el domingo recordándola, reflexionando sobre lo efímero de la vida, la verdadera importancia de las cosas, en la facilidad con la que se van tantas Alicias, tantos amigos, tantos seres queridos. Por un instante, me desmorono y, osado, pido cuentas al Dios en el que ella y yo siempre hemos creído. Olvidando mi arrogancia, regreso a la lucidez y sé que ahora ella descansa en paz y que algún día nos volveremos a encontrar. Pero, a veces, cuesta tanto tener fe.