Los encuentros y desencuentros se produjeron intermitentemente como las lluvias primeras del otoño, que comienzan tímidas y mojan sin mojar. Imperceptibles al principio. Para sorprenderte de pronto, racheadas, al cambiar el viento. Por eso le costó reaccionar. Porque las carencias de los inicios siempre encontraban justificación. La mañana en que mientras desayunaban, ella lo miró sin reconocerlo, sin siquiera conseguir balbucear su nombre, el café se derramó y su barbilla empezó a temblar. Y de repente volvió a ser el niño que veía la espalda de su madre saliendo del dormitorio, apagando la luz, dejando en su frente la ausencia de sus labios. Solo. Cada día fue despidiéndose de ella en los breves resquicios que dejaba la niebla, cada vez más espesa, sobre su memoria. Hasta que ella ya no se asomó más a verle, ni siquiera cuando le acomodó el mechón rebelde detrás de la oreja, o le extendió su crema de manos con olor a azahar, regresó. Fue entonces cuando empezaron sus viajes. Recorría sonriendo paisajes y edades a las que él era ajeno, que se desplegaban ante sí como un cuento. Allí aparecía un abuelo joven y fuerte que lanzaba a su hija al aire o la hacía girar como una peonza con los pasodobles de la feria. Una abuela que repartía pescozones sin convencimiento, sin poder evitar reírse, cuando en las colas de racionamiento los niños corrían entre las piernas de los mayores jugando al pilla pilla. Suavemente pasan las horas. A veces por las rendijas de la persiana entra la luz, haces milagrosos que le entrecierran los ojos y le hacen cosquillas, despertando su risa. Y ocurre que, sin esperarlo, sin conocerse, se miran, felices de estar juntos. Los dos unidos en una regresión alegre: Ella instalada en su infancia, en un escenario protector donde su hijo todavía no existe, ni siquiera es un sueño, y él, otra vez pequeño, protegido, de nuevo a la vera de su madre. Oyéndola contar bajito las historias de un pueblo del sur, que por entonces casi no recordaba, y que por eso mezclaba con la de los tebeos, como si sus amigos fueran personajes dibujados. Sin saber qué era real y qué imaginario. Como ahora. Extraños con un amor reinventado.