Nos gustan los misterios. Y las historias de islas perdidas. Y las de náufragos. La búsqueda de lo imposible. Los imposibles conseguidos. Los viajes a lo desconocido. Las bolas del mundo que te regalaban en la primera comunión iluminaba las horas. Y la imaginación. Conduciéndola a través de mares, desiertos, cavernas. Volvían azules las páginas de los libros, arrimados para buscar, al final de cada capítulo, el dibujito de la estrella de los vientos, los polos, Damasco, el Amazonas, la Polinesia, Mongolia, las cataratas Victoria. Girándola rápido, rápido. Y después deteniéndola con los ojos cerrados para descubrir un punto, un destino, bajo el dedo. Viajábamos. De la mano de Verne. Y de Conrad. Y de Kipling. Y de Stevenson. Como Peter Pan mirábamos la tierra desde lo alto. Superábamos, sin pasaporte ni equipaje, los ochenta días. Encontrábamos tesoros desbrozando con un machete la más peligrosa de las selvas. Y nos dormíamos, agotados, con un Ábrete Sésamo entre los labios. Aprendíamos, al instante, la lengua de tribus que nunca vieron un extranjero, aunque en nuestros cuadernos, las conjugaciones y los dictados perecían sepultados bajo las correcciones en rojo de la maestra. Descubríamos civilizaciones perdidas en los Himalayas, sin apenas asomar la nariz bajo las mantas. Pero Amelia salió, dio el paso, subió a un bimotor y supo nada mas despegar que ya no podría dejar de volar. Fue la primera mujer que cruzó el Atlántico. Atravesó el Pacífico, desde Hawai a California. Millas de puro disfrute. Aterrizando en la vida real sin dejar de planear su próximo trayecto. De vuelo en vuelo. De sueño en sueño. Cuando, de niña, su madre no la dejó subir a una montaña rusa, se fabricó con tablones un rampa desde el granero. Un brazo roto, un labio partido y una sonrisa de querer más. «Fue como tener alas». En 1937 se propuso ser la primera en dar la vuelta al mundo siguiendo la línea del Ecuador. Es de noche. Ni siquiera las estrellas iluminan el rumbo. Bajo su aeroplano, la tierra; ciudades y aldeas, cabañas aisladas con pequeñas lucecitas se resisten a dormir. Los niños miran el cielo desde las ventanas encendidas de sus cuartos, o recorren el perfil de los globos terráqueos en la mesilla, o devoran las paginas de sus cuentos bajo las sábanas con la luz de una linterna. Son faros en la oscuridad. Migas de pan para saber el camino de regreso. Pero aunque su rastro se perdió cerca de la isla de Nikumaroro, nos dejó una frase para seguir, para continuar el viaje: La aventura vale la pena por sí misma. Es noviembre, las tardes se acortan. Empiezan los fríos. Con una taza de té, un atlas en las manos, se acurrucan en mí los caminos.