A las seis de la mañana ya no podía dormir. Delante del espejo se vio por primera vez en casi dos meses. Su pelo siempre ralo, se había convertido en un susto. Y su barba en un disparate. Las greñas recordaban a ese Nick Nolte desmedido que sacaba el perro en pijama y que la gente toleraba solo por ser quien era. Entró en pánico. E intentó domesticarlo a golpe de gomina. Ella siempre había fantaseado con que se lo dejara largo y poder hacerle un moño en la coronilla como en aquella película sobre el Tibet. Sonrió. Buscó una goma en el cajón de la cocina entre las pinzas de la ropa, pilas y llaves que abrían su pasado. Después de cinco intentos consiguió un cojín alfiletero de medio lado y un sentido del ridículo de lado entero, que hacía juego con sus mallas de ciclista, y esa barriguita, nueva, redonda como el día. No había punto de encuentro, imaginaron un romántico buscarse, en los márgenes del río, sobre las ocho y media. El Guadiana solo para ellos. Ella pedaleaba sintiendo el latido en las sienes y los pendientes clavados bajo el casco. Le ha costado ponérselos, después de tantas semanas de total para qué. Ha tenido que volver a casa dos veces, una por la documentación, innecesaria para circular por los pasillos, tristes. Otra más para coger la mascarilla que le esconda el miedo, que la confunda con el paisaje. Tan extraño. Imposible desayunar. El estómago cerrado y los nervios abiertos de par en par, esperando. Esperaba este día como una canción de Nino Bravo. Y así fue cantando por el camino, aspirando el olor de la hierba, distrayéndose con las amapolas, empañándoseles las gafas, picándole la nariz, sudándole las manos enguantadas. En la mochila toallitas con alcohol, un termo con café, dos vasitos de plástico, dos trozos de bizcocho, un poco de desasosiego. Las frases de Pessoa en la mesilla velando la noche de ayer, avergonzándole el alivio que sin querer le producía saber: «el sitio donde estuvo sigue sin él estar allí». Pero estaba. El sitio, él. Aunque no supo dónde. Debieron haber acordado llevar un clavel en la solapa. El gentío buscaba aire. La mañana. Al otro. En plural incluso. Saberse intacto. O casi. No llevaban teléfono, para evitar el riesgo de contagio, uno. Otra, olvidado junto a la cama. Y le dieron las nueve y las diez. Y perdidos, sin beso, sin tocarse aunque sea de lejos, les sorprendió la hora.