Ponerse a escribir pensando en El cielo sobre Berlín. La imagen de los ángeles, solos, sobre las torres de los campanarios. Ángeles en blanco y negro. Ángeles desolados. En un cielo sombrío. «Somos los mensajeros que llevamos la Luz a los que están en la oscuridad». Ángeles a los que solo ven los niños. Ángeles encargados de protegerlos. Ángeles enamorados de los hombres. «Solo la Luz les muestra lo que son». Tan hermosos. No pienso en ellos porque los escribiera el Nobel de este año. Los pienso y les deseo que sigan sobre los tejados. Les rezo para que sigan. Y puedan ser vistos por los niños kurdos. Que puedan frenar, hacer volar por los aires su desconsuelo. Para que tengan, en la cabecera de sus camas ángeles de la guarda, como los que tienden la mano en los campos de refugiados. Como los que alimentan en los comedores sociales. Como los que sanan las heridas en los hospitales. Como los que apagan los incendios en los montes. Como los que ayudan a escapar a los cautivos. Como los que dan refugio a los perseguidos. Como los que rescatan a los náufragos de morir ahogados en el mar. Las escenas de las guerras antiguas pudieran desnudarse de ropajes y ser hoy. Las armas serían distintas, los hombres no irían a caballo, no degollarían desde su montura, no quemarían con antorchas las techumbres en las aldeas. Pero expulsarían de sus territorios como hoy. Violarían como hoy. Asesinarían como hoy. Hasta acabar con la semilla del enemigo. Desde arriba, donde habitan los Ángeles, y los buitres, se divisa con claridad el tablero de ajedrez. Solo ellos pueden ver más allá, tan lejos, a los que diseñan las jugadas. Torres, caballeros con escudos, movidos, retirados para dejar a los kurdos indefensos, expuestos. Aliados desechados. Traicionados. Peones y alfiles que, sin embargo, se despliegan para defender al Rey, en Arabia Saudita. En el Gran Bazar de Estambul compré hace mucho tiempo un ajedrez a mi hijo. Había elefantes, soldados con crueles espadas curvas y un califa de ojos furibundos. Como Erdogan amenazando a Europa con el caos. Huyen los kurdos hacia el sufrimiento. Desde el sufrimiento, arrastrando entre sus pocas pertenencias su resignación de apátridas. El miedo empuja las camionetas llenas de mujeres y niños y viejos, perdidos. Y endurece y seca la garganta para que ni siquiera les delate un quejido. No hay torres en el horizonte donde puedan subirse los ángeles.