Ellos. Y el mar golpeando fuera. La puerta de su casa un dique. Sobre el acantilado, con vértigo, abajo todo es «oscuro, fugaz, baldío». El mundo fuera. Batiendo con furia sus olas. Las que lamían, suaves, su futuro, ahora arañan, erosionan a dentelladas de incertidumbre, hacen muescas que recordar. Hasta aquí llegó el agua. Sobrevivientes, cogidos de la mano. No pueden pensar. Solo asirse. Mirarse sin perder el foco de visión, ahuyentando los ruidos, como quien se abre camino entre la niebla con los ojos del otro como único referente. El último faro en finisterre. Los libros encienden hogueras para calentarse. Sus paginas abrigan las noches inciertas. Vuelan con ellos a través de las ventanas. Cerradas. Las puertas y las cuarentenas impuestas. El filo de un capítulo lima los barrotes y un último verso, espléndido, rebosante de satisfacción y honores, se hincha como un globo para amortiguar los golpes. Dentro. Por fin dentro. Canturrean, cuando se olvidan, él la coge de la cintura y en medio de un paso de baile muerde su cuello. Se alimentan. Saben. «Un dì, felice, eterea, Mi balenaste innante, E da quel dì tremante Vissi ignoto amor. Vivo de amor». La tempestad arrecia. Se anuncian vientos huracanados, ciclones, círculos mortales alimentados de la esperanza del mundo, la aspiran. Un instante sin aire. En suspenso. Aturdidos quienes olvidaron la letra de la Sempre libera: El amor es la inspiración… del universo entero. Los aeropuertos que deben quedar vacíos, siguen llenos de abrazos. Los niños se aúpan en sus padres. Apenas se contienen las lágrimas de bienvenida. Y las despedidas, las oscuras lamentaciones, las que se musitan al oído, resistiéndose a perderse, no se quedan a resguardo. No se mantienen distantes, se agarran. Un poco más. Un espera, en el hueco de la clavícula. Su dedo detenido en ese punto, memorizando cada poro, oliéndolo como si ya fuera recuerdo. Un perfume que acompaña durante el viaje de vuelta... Una madre llena de saliva, de mocos, de ansia de protección, la cara de su hijo que se aleja, arrancósele el alma. Dos hombres levantan sus mascarillas para besarse. Otro día. Amanece. Él la despierta, suave, susurrando, para que ni la aguda realidad, ni la alarma que suena, constante, cerrando colegios, transportes, escapes, le haga daño. Y le va diciendo, bajito, cada uno de los remedios que con el tiempo habían ido inventado para vencer las tinieblas, para alumbrase con la gracia de estar y ser. Juntos. Amándose en tiempos de cólera.