Lisonjeamos ojos, labios, clavículas, incluso. Escribimos versos que acarician las mejillas tersas, cantamos canciones y su estribillo se enrosca en sus tobillos, ligeros, como zarcillos de vid. Cuerpos sin sigilo. De luz encendida y gloria bendita. Todos los enamorados, llorados y añorados, gozados y jubilosos amantes, son siempre jóvenes. Viven en el cine, los libros, las fotografías, viven, incluso, en los museos con un contrasentido. Se pasean, se agrupan, se rozan entre sí, celebrándose. La juventud es su coraza, su mascarilla, su distancia social, su vacuna, su mundo. Fuera no hay nada más. Tierra baldía. Fragilidad. Tiempo, sin tiempo. Padres. Abuelos. Viejos. Muerte que poco importa. Mi médico favorito me dijo, muy al principio, que reaccionaríamos mejor ante la pandemia, si en lugar de pensar en mañana, estudiáramos el ayer. La arrogancia, la exaltación de su supuesta inmunidad, ha sido cuidadosamente abonada: Occidente esconde bajo las alfombras lo incómodo. La experiencia, el conocimiento no tiene brilli brilli, es opaco, gris, renquea. No sale bien en las fotos. No vende. Se aparta de los gobiernos, de los partidos, a los «dinosaurios», de las universidades a los que cumplen una edad, de las empresas a los que no aportan savia nueva. Se desmantelan hospitales en el centro de las ciudades para convertirlos en lugares donde tomar copas en lugar de donde tomar el sol y el oxígeno y los cuidados que todos al final necesitaremos.

Les apartan, robándoles sus referencias, su escenario, su ciudad, sus amigos, sus restaurantes favoritos, la tertulia del café, los teatros y conciertos que son medicina para las heridas y el alma. No hay jardín donde oler la tierra mojada, y ver crecer las rosas, ni huerto donde cultivar el cilantro, los tomates primorosos del verano, no hay cocinas donde mancharse de harina y aprender a hacer pan. No les dejan conjugar el verbo aprender, ni extasiar, ni desear, ni amar, ni siquiera enfadarse ante esa gran «suerte» de tener vistas a una televisión perennemente encendida. La vida se extingue, como el día, delante de esa luz azul y el olor a sopa, tortilla francesa y un pan, mustio, envuelto en plástico. Donde se les habla de tú, se les llama abuela, se les grita como si todos fueran sordos. Analfabetos. Extranjeros. Niños .»Venga, todos juntos, vamos a hacer dibujitos y a cantar una canción muy bonita». Pedro, de Salamanca, catedrático de latín, sigue vistiendo su traje, la misma pajarita que conocieron sus alumnos, que anudó durante casi una vida su mujer, mira por la ventana, a la ventana de enfrente. Nada. Añora la lluvia, su biblioteca, a si mismo, porque sólo ve su reflejo, fingiendo no oír.