Hace un par de semanas me encontré en San Juan con un amor de juventud. El otro día me llamó un primo lejano para pedirme un favor. El último día de mercadillo en el Casco Antiguo un señor jubilado se me quedó mirando fijamente y, tras comprobar que yo era el que era, me dijo estar de acuerdo conmigo en todo cuanto escribo o propongo. Una compañera de trabajo no hace más que animarme a liderar una revolución. Me han hablado de un tipo por el que no siento admiración alguna pero me cuentan que es un activista de tomo y lomo. Un amigo de la infancia me llamó la otra noche fuera de sí porque dice que la Administración le ningunea. Ha venido a verme al despacho el cuñado de una prima que dice que a él y a su mujer les gusta mucho escribir. Me han presentado a un personaje que nunca sonríe, que todo le parece mal y que ya ha pasado por tres partidos políticos, dos sindicatos y cinco asociaciones. Estamos todos: la amiga de toda la vida con su apoyo incondicional, el recién llegado cargado de entusiasmo, el jubilado sin nada que perder, la revolucionaria pero que prefiere que yo de la cara, el activista útil, el amigo sin control, el matrimonio que desea vivir en la sección de cartas al director y el renegado. Todos tenemos en común que queremos montar una asociación. Somos diez. Suficientes. Redactaremos comunicados, cartas, octavillas, abriremos perfiles en las principales redes sociales, crearemos una web reivindicativa, saldremos a la calle en busca de firmas para lo que sea, haremos de la nota de prensa el pan nuestro de cada día y cada dos o tres semanas convocaremos una rueda de prensa para expresar nuestro parecer sobre lo que nos dé la gana. Pediremos audiencia a los políticos, les mandaremos correos, exigiremos que las cosas sean como creemos que deben de ser porque para eso estamos provistos del don de la omnisciencia, no aceptaremos ni el no ni el silencio y, por supuesto, cualquier acuerdo pasará por nuestros planteamientos. Representamos a los ciudadanos, a la sociedad civil, fuera de nosotros, el caos, el enemigo, quien debe ser controlado y dirigido para que no se salga de la senda que le trazamos desde la autoridad que nos da ser el pueblo.