Hay un Badajoz de cierto buen gusto con el magnetismo necesario para no caer en el proceloso tipismo provinciano que le antecede, y lastra, pero insuficiente para impulsar la ciudad hacia vuelos más libres, para hacerla despegar hacia una forma de vida más desarrollada y suelta, que le permita emanciparse sin romper con su historia y su entorno. Es un Badajoz de gente de formación académica o autodidacta, profesionales que trabajan y dedican tiempo a los demás, que cultivan ideologías no excluyentes dentro de la diferencia y cimentan en la conversación y el respeto la vida social. Es un Badajoz de niños con libros, en polideportivos, en teatro matinal o en talleres de Castelar e Iberocio; de adultos que aún disfrutan de caña y tapa, que acuden por la noche a la Terraza, o a los conciertos del Muba, que aprecia la plaza Alta y la alcazaba, el flamenco, los festivales de teatro, jazz, cine, danza, o que sin ser asiduo de nada no dimiten de su ciudadanía, que combina trabajo y convivencia, que no deja residuos aunque no pueda evitar que Badajoz sea una ciudad sucia y sin terminar. A veces hay que recordar a la gente que también es buena, aunque le falte algo más de empuje.