En una ciudad que celebra tantos aniversarios con tan poco fruto científico como aprovechamiento de las oportunidades de ganancia es sorprendente que pasase desapercibido -en 1986- el aniversario de la batalla de Zallaqa -o Sagrajas-, que no sólo tuvo una gran importancia militar, sino que colocó a Batalyús, por una vez, en el centro de la política peninsular. Es verdad, que la ganó una coalición de monarcas musulmanes y la perdió el rey de León, pero si celebramos el milenario del reino taifa, fuerza es congratularnos de sus victorias. ¿O, no? A ver si vamos a capitalizar en nuestro beneficio -creo que cultural- sólo los éxitos frente al resto de los musulmanes. Se nos vería la patita por debajo de la piel de corderito. Volveríamos a demostrar que nos mueve el localismo y el nacionalismo más rancios y, muy poco, un espíritu abierto y tolerante.

Pues bien, resulta que, el 23 de octubre de 1086, una coalición de príncipes andalusíes, dirigida por el sultán de Marraqués, Yusuf ibn Tashufin, se presentó en Batalyús. No formaban parte de ella -al menos en presencia- todos los reyezuelos taifas. Alguno se excusó. Tenía, como de costumbre, una agenda muy cargada. Y eso que el monarca almorávide había acudido a ayudarlos contra la presión, cada vez más insoportable y ventajista, de los príncipes neogóticos del norte de la Península. Unos -ricos, débiles y divididos- pagaban la protección de los otros y éstos empleaban el dinero en financiar la edificación de iglesias románicas y, en el caso de León, no sólo por devoción, sino para contrapesar la influencia de Roma, quien pretendía someter al reino no sólo a su autoridad religiosa, sino a sus dictados políticos. Eso era demasiado hasta para el rey de los leoneses. El dinero de los árabes se empleaba sobre todo como contrapeso político. También para comprar mercancías de lujo en los mercados andalusíes del sur, y, en los principados meridionales, para contratar mercenarios cristianos que los ayudasen a mantener su autoridad -ilegítima- sobre sus súbditos y a defenderse de sus vecinos, los otros reyes de las taifas. Las llamadas parias o tributos eran el combustible que hacía funcionar un motor económico, religioso y político.