Salió dispuesto a desafiar las brutales fuerzas de la naturaleza que siempre intentan frustrar cualquier intento de hacer ejercicio. Con sus mallas negras bajo un pantalón corto, que hacían de efecto compresor en la musculatura del tren inferior, calcetines reforzados para impedir la agresión del asfalto sobre sus pies, ya de por sí protegidos con unas zapatillas deportivas airmax que en su interior llevaban unas plantillas hechas a medidas para facilitar y descansar la marcha, una camiseta entre amarilla y verde, transpirable y fluorescente, gorra, gafas de sol y una mochila a la espalda que contenía botella reutilizable de agua, un paquete de pañuelos de papel, las llaves de casa, diez euros para un taxi en caso de emergencia y el teléfono móvil del que salían unos auriculares que le permitían escuchar el podscat del programa de cine clásico Sucedió una noche.

Nada más llegar a las márgenes del Guadiana sintió que, tal vez, no había sido buena idea matar el hambre con papaya, kiwi, ciruelas y algo de piña. Notó por sus intestinos imperceptible llamadas de atención. Cruzando el puente Real, tras unos 40 minutos de marcha, iniciaba el regreso por la margen derecha preocupado porque cada vez eran más numerosos los retortijones. Justo por la zona canina, igual por un reflejo del subconsciente, sintió unas ganas terribles de aliviarse y lamentó no ser un perro. Miró al horizonte, vio el puente nuevo, el viejo, y calculó que aún le faltaban unos 30 minutos para llegar a casa. En ese instante descubrió que posiblemente no llegaría entero.

Apretó la marcha mientras se sucedían los apretones. Sudaba y miraba al frente, al reloj, a los que se cruzaban con él, que parecían notar su crisis existencial. Alcanzó, devastado, el puente y, mirando hacia su destino, solo se quería morir. Un sudor frío le recorría el cuerpo, no podía pensar en los cinco bares cercanos que le habrían salvado, todo su mundo asomaba por su esfínter y era incapaz de controlar la extinción que se desataba. A duras penas llegó a su casa, el olor a muerto le envolvía y el paseo no fue más que un holocausto nuclear. Está claro que cuando uno está bloqueado es imposible tomar decisiones acertadas. O, en palabras de Gustave Flaubert, «siempre he intentado vivir en una torre de marfil, pero una marea de mierda no deja de golpear sus muros y amenaza con tirarla abajo».