Se nos va septiembre pensando en noviembre. Y llegan las tertulias al calor de la barra de un bar, metidos en harina y con el gran jefe indio redondeando la jugada mientras busca un jaque mate en la ruleta rusa. Hemos descubierto que España es un país de culpables, y si no fuera porque la culpa es un concepto retrógrado en la sociedad posmoderna, donde se ha confundido con el de ridículo y eso no tiene consecuencias más allá del cachondeo generalizado, estaríamos agonizando por el daño causado y con el sambenito a cuestas.

Culpables por no dejar dormir al líder de la revolución cultural, culpables por no votar lo suficiente o lo correcto y culpables por recuperar hemerotecas o tuits del pasado sin aprender la lección de que las palabras se las lleva el viento y venir ahora a exigir compromisos o recordar reflexiones de otro tiempo es reaccionario e inútil. Somos un país de tontos que hemos elegido a tontos para que legislen y gobiernen. Lo dijeron unos cuando era otro el que dirigía el cotarro y lo dicen otros cuando ahora le toca a uno, o sea, un país del revés y en permanente pelea contra sí mismo porque nuestro mejor ejercicio es justificar en los propios lo que condenamos en los ajenos. Estupidez que mira para otro lado o sectarismo fino, cualquiera sabe, fácilmente visibles en el gabinete del doctor Caligari, una película de 1920, que sigue mostrando realidades presentes como, por ejemplo, el conformismo generalizado de la ciudadanía frente a la irracionalidad de la autoridad, ciudadanía que actúa adormecida o sonámbula, por ser suaves, o la perspectiva de la realidad que, como en el filme, las cosas no son lo que parecen sino cómo y quiénes te lo cuentan. Cuando el presente se dibuja desde la insana perspectiva de quien solo vive de argumentario y no de razones, nos hallamos ante un paciente de libro del Gabinete Caligari, el del doctor Jaime Urrutia insistiendo con vehemencia que la culpa de todo, incluso que la faena le haya salido mal, es del cha cha cha. En su caso, fue el principio del fin de su indescriptible grupo de los 80. En el nuestro, puede que sea una vuelta a los noventa, cuando Millán Salcedo, el de Martes y 13, realizaba una parodia memorable. Y es que me temo que se trate de eso: de vivir en una infinita parodia donde no sabemos si canta el titular o el imitador.