En la calle donde vivo funcionan dos residencias de mayores y una tercera a pocos metros. Es la milla geriátrica de Badajoz. Esta coincidencia no aportaba ninguna peculiaridad al entorno, salvo la tranquilidad innata a este tipo de centros y la seguridad de que en los alrededores no se celebran botellones. A excepción de los paseos cotidianos de los ancianos con sus familiares, y su presencia en los bancos del pequeño jardín de una de las esquinas, la existencia de estas residencias no era palpable en el devenir de la calle, ni siguiera por la falta de aparcamientos los días de visita. Estos centros pasaban desapercibidos para los que vivíamos alrededor. Lo que ocurría dentro se quedaba dentro.

Ha tenido que llegar un maldito virus, con malvada predilección por la tercera edad, para que salga a la luz la situación en que se encuentran estas instituciones, para mal y para bien. Se han convertido en protagonistas diarias de los informativos, tristemente, por la cantidad de víctimas que la pandemia se está cobrando entre las personas de mayor edad. Nos hemos percatado de las necesidades que en muchas de estas instalaciones estaban por cubrir.

Recuerdo la imagen de la responsable de una residencia de Madrid que lloraba de impotencia cuando la entrevistaban, porque ya no daban abasto, no tenían medios para proteger a sus residentes y no podían más. Pero pudieron, porque semanas después volvieron a entrevistarla y parecía otra. Los medios habían llegado y eran capaces de afrontar lo que les había venido encima. Otra responsable de un centro de mayores de Badajoz comentaba en este periódico que lo ocurrido ha permitido que los mayores hayan pasado de ser un colectivo desahuciado a protegido. Es trágico que en el intervalo de esta transición hayan caído tantos, enfermos, muertos y solos. Hasta hace pocos días, el Servicio Extremeño de Salud no facilitaba los datos de la situación en cada centro geriátrico y cuando se han hecho públicos, han sido demoledores. En la residencia más próxima a mi casa han fallecido 18 mayores y no hemos escuchado llantos, ni hemos visto ataúdes.

Ahora no solo aplaudimos a los sanitarios de los hospitales. La policía y los bomberos también acuden a las residencias de ancianos con sus sirenas, sus aplausos y ramos de flores para agradecer la labor de sus trabajadores, que se están dejando la piel para mejorar la vida de los usuarios. Uno de los mayores gestos de generosidad que estos días hemos vivido ha sido el de muchos empleados de residencias haciendo de escudos de sus mayores, porque han decidido pasar con ellos la cuarentena sin salir de las instalaciones, para así protegerlos del virus que procede del exterior.

Mi calle ya era de las que más sirenas concentra a lo largo del día, porque es zona de paso habitual de los bomberos que salen del Nevero y de las ambulancias que se dirigen al Hospital Universitario. Las últimas semanas su sonido es menos estridente. En torno a las ocho de la tarde, pasan coches patrulla o ambulancias, cuyos conductores y copilotos saludan respondiendo a los aplausos de los balcones. Hay tardes en las que su destino es uno determinado: las residencias de ancianos.

Tal vez nos cansemos de aplaudir y puede que, cuando todo esto pase, estos gestos se traduzcan en cantos de sirena. Pero lo que es seguro es que ya nada será igual en los centros de mayores, ni para los trabajadores, ni para los residentes, ni para sus familias, ni para los responsables de cuidar de una generación que no merece que la aparquen en el olvido, sino que la mimen, como ella mimó a la siguiente.