El trafico se pone peor en estos días de lluvia. Todo el mundo coge el coche, el centro se atasca y la gente se pone nerviosa y de mal humor. El autobús, al final, en las últimas estaciones, va solo. Siempre que amanece así, me duelen los huesos y las tripas se me desarreglan. El estómago se me llena de calambres, y el miedo se me hace un nudo que se aprieta y se deshace y se retuerce, que se me remueve dentro como una anguila que da coletazos. Ni la manzanilla me calma. Me paso el día con el pulgar sobre el ombligo, doblada en dos. Busco siempre las plazas delanteras, cerca del conductor. Y no le quito ojo a la puerta. Si se oye gentío en las paradas, me siento en el borde y los nudillos se me ponen blancos de agarrarme a la barra. Si sube un grupo de chicos, salto como un resorte y me bajo, por la parte de atrás. A veces quedándome en medio de ninguna parte. Lejos de casa. Con el pulso en la sien. Y el corazón en la boca. Acelerado, como si todavía siguiera corriendo, escapando de nuevo de las palabras húmedas, de sus bocas blandas. Me tocaban, se tocaban, se restregaban contra mí. El labio roto, mordido, sangrándome de asco. Dejé el bolso, los libros, el paraguas y corrí. Corrí y no miré atrás. Me asfixiaba, me dolía el costado, sin parar, sin parar. La bilis se escapaba por la comisura y seguí corriendo, persiguiendo al aire. Llena de mocos, sin ver, una pura lágrima. Con el sabor de la sangre y el olor y el frío de mi orina en los pantalones. Sin detenerme ni para vomitar. Vi una luz al fondo de la calle. Ahora siempre me tomo allí el café. En la barra hay ruido de fútbol y silencio de periódico. Páginas gastadas ya por el día, pero que esperan siempre. De par en par. Desde un anuncio del 25 de noviembre, me mira el dibujo de una mujer. Sola, en la calle. Rodeada de ojos, rojos como labios. Otros. Otra. Yo. Me acerca el azucarillo. No habla nuestro idioma, sonríe y dice «todo bien». Pero en sus ojos me veo, asustada. Me recuerdan. Me reflejan. Ven, enjugan, cada vez, el terror de aquel día. Y también, cada vez, le devuelvo la sonrisa; pago rozando un poquito su mano, la miro. Me vuelco en su piel, derramándome, demorándome en un gracias. Sabiendo que ella sabe. Fuera hace frío. Las guirnaldas de Navidad adornan ya las calles. Y el letrero luminoso del bar parpadea como un faro en la niebla, bajo la estrella de Belén, entre adornos de letras chinas. Camino encogida, siempre vigilante, sin poder evitar mirar atrás, aunque solo sea para asegurarme de que en medio de la noche, inhóspita, sigue abierto El Refugio.