Pocas actividades se nutren de tantos tópicos y tradiciones inservibles como una campaña electoral. De todos es sabido que a los mítines solo van los seguidores del partido que los organiza, con lo cual de poco sirven para convencer al electorado dudoso, que al fin y al cabo es al que debería ir dirigida toda la propaganda partidista. Sin embargo, se siguen celebrando mítines, con toda su parafernalia cada vez más americanizada. Tampoco entiendo el afán de tener que salir a las doce de la noche del primer día de campaña a la calle, a una hora intempestiva, a pegar carteles con engrudo cuando ya no hay apenas sitios donde se puedan pegar de forma legal y encima, algunos lo hagan de forma simbólica, es decir, que ni siquiera es real y los carteles son retirados cuando el paripé concluye. Pero el colmo de los colmos está en que, si el objetivo de una campaña electoral es que los electores conozcan las ofertas de quienes aspiran a ser sus gobernantes, haya partidos que ni se molestan en desgranar sus propuestas de gobierno porque se saben ganadores o, aún peor, después de gobernar se haga balance y no hayan cumplido ni la mitad de las medidas que prometieron.