TCtada año, cada 25 de abril, empezaba el informativo en la radio con Gr ndola, bella canción, dulce y poderosa. En las décadas de la economía creciente y del gasto alegre, cuando de Europa llegaban fondos y el dinero corría, líquido aunque no siempre transparente, cuando el Estado del Bienestar avanzaba, las crisis eran cortas y había mecanismos para atajarlas, cuando nadie pensaba, ni remotamente, en la posibilidad de un retroceso, había gente a la que le hacía gracia mi anual cita con Gr ndola, con el recuerdo de una revolución que consideraban lejana y ajena a los prósperos tiempos.

El presente y el futuro estaban asegurados, había escasas nubes en el horizonte, y los nubarrones hacía mucho tiempo que pasaron para siempre. Pero no era tanto la revolución como el espíritu del pueblo portugués lo que yo pretendía recordar con la vibrante voz de José Afonso.

Un pueblo tranquilo pero enérgico, heroico en su silencio, un pueblo capaz de unirse por encima de pensamientos y banderías. Era mi admiración lo que, cada 25 de abril, les expresaba. Era día feriado al otro lado del Caía, y venían a Badajoz, y yo quería saludarlos y que vieran como se les respetaba. Año tras año seguí con mi saludo, a pesar de que hubiera gente que lo considerara trasnochado y añejo.

Pero resulta que el futuro ha llegado y otros nubarrones han cubierto el presente. La electricidad carga el aire, los truenos retumban y los rayos rasgan el horizonte. En esto han devenido las pocas y doradas décadas de alegre progreso.

El bienestar se ha trocado en creciente desamparo y la confianza en desengaño, y Gr ndola ha vuelto, impulsada por el movimiento que se lixe a troika, movimiento de hartazgo en el que veo similitudes con el 15M, pero que cuenta con algo más, con algo capaz de aglutinarlos y de lo que nosotros carecemos: una canción que les une, una melodía que se trocó en himno y que les recuerda que juntos fueron capaces de cambiar su destino.

En este abril, el 25, Gr ndola sonará con fuerza en Portugal y nos recordará que, a pocos kilómetros, hay un pueblo que, unido, puede obligar a un cambio de rumbo.