A medida que uno se hace mayor aumenta el tamaño y la dimensión de la cartera, no tanto por el dinero que guarda como por el número de tarjetas y carnés que acumula. Antes del nacimiento, tiendas especializadas en la prenatalidad y jugueterías con artículos para bebés fichan a la madre enviándole tarjetas de compra. Luego, tras el parto, se identifica al individuo, llega el DNI, la tarjeta sanitaria, el pasaporte. Uno nota que va creciendo porque es titular de nuevas y más cosas, bancos, clubes deportivos, centros comerciales, cuentas bancarias, afiliaciones a sindicatos, asociaciones y partidos políticos.

Para mí, de todos los carnés existentes, el que más orgullo y satisfacción me produce es el de la biblioteca. Aun recuerdo la primera vez. El del colegio, el instituto, la facultad, el de la Bartolomé J. Gallardo... Frente al dinero, la distinción y el poder que proporcionan algunas tarjetas de plástico, el carné de la biblioteca es la llave que abre todas las puertas, permite adentrarse en otros mundos y realizar los viajes más fascinantes, sin pagar un euro. Las bibliotecas deberían fichar a todos en el momento del nacimiento y enviar a la Maternidad el primer carné: el de lector.