En San Francisco banderas arcoíris alborotan este primer domingo de octubre. La radio anuncia temperaturas de hasta 25 grados. Y la piel, deseosa de no olvidar el verano, se descubre, desnudando la mañana. El director de la banda, primoroso como un día de sol, dirige a los músicos con su bastón de majorette. Música de revista, de la que alerta el corazón y mueve las piernas, sincronizadas con suspiros y aleteo de pestañas. Cuajaditas de rímel. Y de emoción de ver a los amigos, a los amantes de otro tiempo, que acuden como una promesa. Estampada en una pancarta. LOVE. Las parejas avanzan de la mano. Muestran sus alianzas al vecino de mesa. Acicalados con sus atuendos de cuero, sus cuerpos en cueros. Sus ganas de aire. Libre. Libres. De recordar que hace poco tiempo no lo fueron. Los agentes de la oficina del sherif reparten consignas sobre seguridad, regalan placas con su estrella a los niños, banderines de colores y se hacen fotos con las mascotas. Asociaciones que ayudan a los padres a entender a sus hijos. A los hijos a entenderse. Clínicas que informan sobre el VIH y ofrecen análisis gratuitos. Calendarios de chicos guapos para la fundación de gente sin hogar. Los bomberos dan consejos y cascos rosas. Drag Queen altas y adorables se contonean sobre sus tacones y sacuden la melena, poniéndose la vida por montera. Hay un listado para abogados que quieran prestar asesoramiento a demandantes de asilo. Residencias de mayores. Asistencia a la demencia. Voluntarios para ayuda a domicilio. Monjes que dan la bienvenida a una iglesia inclusiva y te abren sus brazos como lo están las puertas de su templo. La casa de Dios. God is love. Dos besos con bienvenida. Una lágrima. Y un porfín. Y un ojalá en España. «El amor todo lo puede. Regresa pronto», mientras deja en tu mano una medalla. «Para que te proteja en el viaje». Un autoproclamado escritor ofrece poemas ante su máquina de escribir. La pose ensayada. La caída de ojos, miopes, ante la petición del que se acerca: «Hazme una poesía romántica. Mi novio se llama Jason». Chicas que estudian folletos sobre reproducción asistida, a las que les regalan pelotas contra el estrés en forma de espermatozoides. Dos señores, que deben superar los noventa, llevan el símbolo de la paz y un corazón pintado, y caricias, en las mejillas; y tras de sí, un rastro mudo, una reverencia a los que tanto han visto y han pasado, que les abre paso. Como han hecho con los que vinieron después, que ahora lucen, en este cálido otoño, sus derechos, como un clavel reventón prendido en la solapa.