Es un hombre joven, de poco más de treinta años. Se llama Joan . Nos va contando las excelencias de la ciudad mientras nos lleva en su taxi camino del hotel. Tiene un acento que no identifico bien en un primer momento. Le pregunto de dónde es y responde que catalán. Lo dice con seguridad y orgullo, y continúa hablando. Coincide con nosotros en que Barcelona es hermosa pero que a los turistas, como casi en todas partes, nos la meten en cuanto pueden. Acabábamos de pagar cinco euros y medio por una cerveza. Abonamos la cuenta y pedimos explicaciones. Nos cuentan que es un acuerdo de precios al que han llegado todos los establecimientos de la zona cercana a la Plaza de San Jaime. Le digo al encargado que eso es ilegal y, con el monedero aflojado pero ufana por la queja, nos acercamos a un taxi. En el interior continuamos la charla a la que Joan se incorpora. Su acento no era catalán en absoluto, era andaluz, un tanto desvirtuado pero andaluz al fin y al cabo.

"Pues tú serás catalán como dices, pero tienes acento de Andalucía". Me contesta que va mucho a Granada. No le pregunto más, pero siento tristeza por él. Acababa de negar a su tierra. La historia me la imagino. Hijo de emigrantes, nacido en Barcelona, criado en el acento granadino de sus padres y renovado en el viaje anual al pueblo donde aún viven los abuelos. Sentí tristeza porque al afirmarse categóricamente catalán, sin más explicaciones, pretendió ocultar sus raíces, pero también sentí cierta rabia porque la ocultación significa sentimiento de culpa o vergüenza ¿De qué? ¿de proceder de un lugar que no ofrecía oportunidades y del que hubieron de marchar los padres?

Entiendo que esté agradecido a la tierra que le brindó un porvenir, pero cuando uno niega sus raíces se está negando a si mismo. Somos lo que somos porque los que nos precedieron fueron lo que fueron. Nadie es más que nadie ni ninguna tierra es más que otra.