La gente es muy dada a asegurar las cosas como si fueran verdad. Y les entra muy mala leche cuando les llevas la contraria, aunque estén equivocados. Hay gente que confunde las certezas con sus propias creencias o con sus opiniones y estaría dispuesto hasta casi matar si se te ocurre ponerlo en duda. El otro día una señora me agredió en la calle porque yo había dicho algo que consideraba ofensivo solo porque era totalmente distinto a lo que ella tenía por cierto. En principio, las certezas son tan raras como las verdades eternas y, muchas veces, solo son auténticas para quien las exhibe. Incluso las obviedades --esas que pueden corroborarse con datos-- empiezan a ser sospechosas cuando necesitan explicación. De ahí que, a estas alturas, todos estemos dudando de cosas antaño evidentes como que Libia no es Irak ni España Portugal. Desde que andan con las misma cantinela, a una le salen cada vez más coincidencias. Aunque Portugal se separó de España siglos ha, su perfil vuelve a solaparse con el nuestro de manera bastante sospechosa, igual que cuando miras hacia ambos territorios desde la terraza de tu casa de Badajoz. Y los libios serán más moros que los de Irak, pero todos tienen la misma pinta. Hasta las bombas, los cazas y los soldaditos de las misiones de paz. También, a veces, sucede lo contrario, como en el caso de la sentencia del Cuco. La mayoría creemos en su culpabilidad y lo habíamos tomado como si fuera una certeza. Ha tenido que llegar un juez --¡pobre juez!-- a desmontarla y la evidencia se ha escabullido entre las páginas de la ley. Hay quien asegura que todas las comunidades autónomas --antes regiones-- son iguales. Y tú te lo crees. Hasta que llegan los datos del INE y demuestran que el País Vasco dobla en riqueza --PIB per cápita-- a Extremadura. Recuerdas entonces cuando paseaste por Vitoria, hoy ciudad verde europea, tan cuidada, tan bonita. Te asomas otra vez a tu ventana de Badajoz y comprendes la equivocación. No lo dudes, las certezas no existen.