La otra tarde, veinte años después, he vuelto a disfrutar, bueno, realmente, llorar, con las tres horas de El cazador, la obra maestra de Michael Cimino, que no es una película sobre la guerra de Vietnam, sino sobre la amistad, la supervivencia y un puñado de cosas más que tienen que ver con la vida y sus aristas.

La vida que te da lo mejor, pero que también te lo arrebata, recordándote la fragilidad de la que estamos hechos. El crítico de cine Carlos Boyero dijo sobre ella que trata «sobre cómo la vida puede joder las cosas más hermosas que hemos tenido, la imposibilidad de recobrar el esplendor en la hierba». Tres amigos, con vidas normales, que se divierten, ríen, trabajan y, alguna vez, lloran, como todo el mundo, comprueban cómo la guerra da un giro dramático a sus existencias, arruinándolas para siempre. En la vida, ya vamos teniendo edad para comprobar que no necesitamos una guerra para sufrir ese cortocircuito que nos rompe por dentro y para siempre. Es la devastación del alma que el tiempo se encarga de alimentar y recordar. Tengo en mis manos la Antología esencial de la poesía inglesa y encuentro a Wordsworth y sus versos: «…aunque nada pueda devolverme el instante/ del esplendor de la hierba, de la gloria en la flores…» . En el mismo libro, encuentro a Thomas Hardy sentenciando «que es el tiempo madrastra que a sus hijos devora». Y es que, precisamente, el paso del tiempo, los contratiempos y las tormentas que arrecian nuestros planes, sueños e ideas son las que van minando la esperanza y el optimismo hasta el punto de que lo que diga o haga cualquier mindundi puede abocarnos a la más profunda de las tristezas, al más abismal de los silencios. Toda esta recua de intelectuales de salón, de políticos de pacotilla o marketing y de charlatanes de feria y demagogos que van de salvapatrias y multimillonarios de nuevo cuño son nuestro particular Vietnam, los que nos torturan con sus mentiras e ideologías, con su pensamiento único, con sus contradicciones y con sus singulares interpretaciones de la democracia y la libertad. Mientras suena la cavatina de El cazador y nuestras lágrimas nos recuerdan la devastación diaria a la que nos exponen, caemos en la cuenta de que han conseguido su principal objetivo: despreciarlos al mismo tiempo que nos dominan con sus manipulaciones de destrucción masiva.

Y el caso es que solo deseamos tomar una cerveza fría con quien queremos y que nos dejen vivir en paz.