En mi terraza y en las del vecindario próximo se ha instalado desde hace semanas una paloma solitaria. Oscura y silenciosa, pasa el tiempo apostada en las cornisas o en los barrotes de los balcones. Siempre sola, mirando, observándonos. Nos ha perdido el miedo y hay que rogarle que se vaya con muchos aspavientos para conseguir que se aleje. Nunca se marcha, sólo se traslada. Su presencia no resultaría molesta si no trajera consigo la suciedad que estas aves arrastran y la amenaza de que sirva de reclamo a primas y colegas, lo que ya supondría un problema de mayores dimensiones, como ha ocurrido en otros edificios de la ciudad, donde se han hecho dueñas de cualquier resquicio en sus fachadas, que adornan con sus excrementos. La que otrora fue símbolo de la paz y anuncio esperanzador de que el diluvio había terminado, se ha convertido en un ser repelente, al que han llegado a apodar rata del cielo por la porquería que arrastra.

Badajoz no es ajena a esta plaga y no es la única que está provocando quejas ciudadanas, causando más de un quebradero de cabeza a los responsables de controlar su presencia. La proliferación de gansos en la orilla derecha del Guadiana se ha convertido en un tema recurrente, no sin razón, pues el número de ejemplares ha crecido exponencialmente ante la ausencia de depredadores que perturben su existencia y el acceso fácil a alimentos con los que satisfacer su voracidad innata. Según la organización SEO/Birdlife, puede haber más de 400 gansos en los nuevos paseos del río. Inicialmente, cuando el parque abrió, se limitaban a este espacio, pero ya se han expandido hasta el azud y aguas arriba, poniendo en riesgo a otras especies de este ecosistema y convirtiéndose además en aliados del camalote, pues con sus excrementos incrementan la presencia de nutrientes en el agua. Dos especies invasoras que se retroalimentan y contra las que, de momento, no se ha encontrado solución alguna que permita controlar su crecimiento. Los gansos son los verdaderos dueños del parque, pues si al principio se apartaban al paso de ciclistas y corredores, ya se han acostumbrado a la presencia humana y llegan incluso a reaccionar con muecas amenazantes si alguien se atreve a usurparles el terreno, que ocupan con aires de exclusividad. Son un problema. Tal es así que, según anunciaba la semana pasada el concejal de Medio Ambiente, Antonio Ávila, las distintas instancias responsables de buscar una solución, se han sentado a buscarla para, entre todas, poner remedio a una situación que no es de anteayer y que se venía venir.

Como ven venir los vecinos de la plaza Antonio Zoido cada atardecer a miles de gorriones que anidan en el medio centenar de árboles que adornan el rincón al que asoman sus ventanas. Contaba una afectada que ni los niños ni los mayores pueden disfrutar de esta plaza, dominada por los pájaros, cuyos cánticos han devenido en molesto y estruendoso ruido.

No es el único lugar donde ocurre. La prueba irrefutable de que un árbol está cuajado de nidos es aparcar un rato el coche bajo su sombra y comprobar después en el capó las consecuencias de la incesante actividad de los esfínteres alados. Los pobladores del cielo de Badajoz, el mismo que al caer el sol se muestra en toda su plenitud, ahora se ciernen sobre sus habitantes, siendo como son también vecinos de esta ciudad, en la que no han encontrado enemigos que corten sus alas. Hemos desequilibrado su hábitat y ahora ellos perturban el nuestro. Hasta que no han abierto el pico, no hemos puesto nuestras plumas a remojar.