Veremos qué pasa. Dentro de cuatro días dejaremos de fumar en los bares, esos lugares para la charla y la risa; para la distensión tras el trabajo. Los que nunca han tenido el vicio del tabaco no pueden comprender lo extremadamente difícil que resulta, para quienes estamos por él dominados, relajarnos sin un pitillo en la mano. Nunca contaremos con la comprensión de los sin pecado, pero espero al menos contar con la de los arrepentidos, solo de algunos porque ya se sabe que los conversos suelen llevar su nueva religión hasta los límites del fanatismo. Necesitaremos ser comprendidos cuando dejemos a medias una conversación o unas risas para salir a la calle a fumar un cigarro, unas pocas caladas porque fumar en la soledad no buscada desnuda de placer al acto convirtiéndolo en un mero chute de nicotina. Como el alivio de sexo solitario, onanismo pleno de frustración por el compartir perdido.

Así veo ese futuro que ya es casi presente. Expulsados, desalojados. Soportando las sonrisas burlonas de los vírgenes y los arrepentidos. Así lo veo y, a pesar de todo lo escrito, no me quejo. Me parece bien. Se beneficiarán los pulmones de la sociedad pero también los míos. Desde la primera acometida legal contra el tabaco he reducido a la mitad su consumo; ahora, con esta nueva ofensiva espero conseguir otro descenso; luego, cuando también prohíban fumar al volante, lograré una nueva bajada. Al final sólo fumaré en la terraza lavadero de mi casa, en la puerta de cualquier bar y cuando camine por la calle. Hasta que también en las calles esté prohibido. En ese momento tendré los pulmones limpios y el monedero lleno porque el precio se ha puesto imposible. Metes cuatro euros en la máquina y te devuelve diez céntimos. Descorazonador para el bolsillo. Afortunadamente, según parece, cada vez fumaré menos.

Veremos qué pasa.