Se nos agolpan los reproches ante una Cuba amordazada bajo el sol y el son de una revolución que dicen extinta los de fuera, pero cuya cochambre no cesa, royendo de miseria los cimientos y las dentaduras, y las lenguas, ávidas de verdad y de aire. Y ante una Venezuela hambrienta que estalla por los cuarto costados pero que sus dirigentes intentan contener, remendando las costuras y las bocas, con hilo de alambre. Que corta. Que duele. Que sangra de puritito dolor, de puro silencio, impuesto. Qué pasa con el resto, con países que en lugar de esconder las vergüenzas, las tienden al sol, después de lavar los trapos sucios a la luz del día, sabedores de su fuerza, del poder que el dinero otorga, como si fuera un escudo, conviertiéndolos en intocables. Irán viste con velo el perfil de Rosalía, hace desaparecer los ojos felinos de Beyoncé, borra la existencia de mujeres de las portadas de los discos, condena a sufrir bajo el látigo a activistas que claman contra la imposición del velo, como Nasrin Sotoudeh. Arabia Saudí considera el feminismo, el ateísmo y la homosexualidad como delito, encarcela a abogados, defensores de los derechos humanos, blogueros... y hasta se ve involucrada en el asesinato del columnista del Washington Post Jamal Khashoggi. Turquía encarcela a periodistas, supervisa contenidos, bloquea páginas web y plataformas, aumentando vertiginosamente su inventario de oprobios y enemigos de la patria. Y China tapa sus muertos. Miles de ciudadanos enferman en la trastienda oscura de una dictadura que se reproduce extendiendo sus fronteras tan rápidamente como su comercio, con sigilo, calladamente, con el solo siseo del roce de los billetes y del miedo. Que contagia los escenarios como el virus las vías respiratorias. El régimen amordaza a quien osa denunciar la precariedad, la magnitud del mal; informó tarde sobre el modo de transmisión; amordazó al doctor que alertó sobre lo que podría ser una crisis sanitaria mundial, que murió con los pulmones anegados de impotencia; borra tuits, disfraza datos, se blinda ante la OMS, se cierra. En este país, en muchos otros, nadie parece querer asomarse, tumbar la puerta, ayudar a escapar. La libertad de expresión agoniza detenida, infectada. En cuartos mal ventilados crece el moho, se pudre el horizonte hasta taparlo casi por entero, sin que las palabras, ni la esperanza, puedan respirar.