Los cruzados tuvieron que aprender rápidamente. Les iba la vida en ello. Y, sobre todo, en el ámbito militar, cuando salieron de Constantinopla y se comenzaron a encontrar, ya en Asia Menor, con ciudades grandes, muy bien amuralladas y con soluciones técnicas a las que no estaban habituados en la Europa del centro. La primera de ellas era el menor uso de la madera en los recintos, lo que resultaba lógico y no porque no la hubiese. Esas regiones tenían -y tienen- más arbolado de lo que los tópicos paisajes desérticos del mundo árabe nos tienen acostumbrados pero las estructuras lígneas eran muy sensibles al impacto de ese substancia que las crónicas medievales conocen como «fuego griego». Era una especie de «napalm», ampliamente empleado por los bizantinos. Se arrojaba al enemigo dentro de vasijas que, al romperse, provocaban la combustión de todo lo inflamable. En nuestra península, al menos en una parte, las defensas de madera eran poco usadas, al menos como en otras regiones europeas. Aquí se estaba más en una onda oriental que occidental, aunque determinados usos bizantinos quizás no se conocían o se desdeñaban por falta de necesidad.

A otra cosa a la que debieron acomodarse los invasores cruzados fue al uso generalizado de la diplomacia. No es que fueran idiotas y desconocieran su valor. Es que en el mundo oriental se empleaba de modo más resolutivo e intrincado que en Europa. Los bizantinos pensaban, con un sentido práctico dictado por la necesidad, que era más barato comprar al enemigo, sin romper el principio de supremacía sobre él, que reclutar un ejército. Esto era muy caro y, tratándose de mercenarios extranjeros a falta de tropas propias nada seguro. Un pago retrasado de la soldada podía provocar un motín y convertir en enemigas a tropas fieles hasta el momento. Nuevos gastos. En la toma de Nicea (Iznik), los occidentales, después de ímprobos e infructuosos esfuerzos se levantaron una mañana descubriendo que sus aliados bizantinos habían pactado con los turcos y ya estaban dentro. Un chasco que era segar el terreno bajo sus pies. La conquista de Jerusalén (1099) demostró, por su salvajismo, cuál era el lenguaje que dominaba tan fervorosa conquista. Fue una masacre.