Me siento a escribir con el amortiguado fondo del ruido de la lavadora. Es martes de carnaval, la sardina debe estar enterrándose mientras en las iglesias preparan los lienzos morados de la liturgia cuaresmal. Comienzan los cuarenta días que nos llevarán hasta la primavera. Tiempo de cambio para el renacer del hombre nuevo. Sin pretender quitarle el profundo sentido de renovación interior que para el cristiano tiene este tiempo de reflexión y preparación para la Pascua, yo en mi hedonismo pienso en esa otra transformación que se esconde entre las hojas del calendario, dispuesta a desplegarse por el sol vivificador.

Sí. Entonces habrá desaparecido este frío intenso y obstinado que me tiene con cuello alto, rebujada en grueso paño incluso dentro de casa y en el trabajo; no hay calefacción que valga. No recuerdo que esto me haya pasado nunca. Tan amante como soy de vivir con las ventanas abiertas, lo tengo todo cerrado a cal y canto.

El cielo sigue gris cuando miro por el balcón. Ahora no llueve, pero seguro que dentro de poco comienza de nuevo. Los pantanos están llenos y las tierras más que empapadas. Las imploradas precipitaciones han cumplido con creces su cometido. Tiempo es ya de que pare, pero de momento parece que no. En fin, qué le vamos a hacer. Esto es lo que hay. Pasaré la cuaresma pensando en los brotes verdes --Los de la primavera, no en los otros para los que aún quedan varios periodos penitenciales-- y en caminar con la cabeza alta y no baja mirando el mugriento embaldosado que ni el agua consigue limpiar ¿Se han fijado en el reborde exterior del pavimento de San Juan?

Oigo el repiqueteo de las gotas en los cristales. Otra vez la lluvia.

La lavadora sigue con su runrún . Tendré que poner la ropa en los radiadores. No queda igual, me gusta más cuando aspiro su olor después de haberse sacado al aire y al sol.