La maleta sin deshacer. Llena de allí. Aún. En el fondo, mapas de museos, tíckets de conciertos, de restaurantes, tarjetas postales de trenes y de mujeres leyendo; un foulard para climas más fríos que desentona en este suroeste agostado, agotado aunque apenas comience septiembre. Un septiembre del que solo toma su nombre. Que huele al otoño que ya se intuye y se espera y se esconde en mi cuaderno de viaje. Una libretilla de quita y pon. Que comienza en un avión y termina en esta mesa. Que conecta San Juan con el fin del verano. Que me une y me desata. Páginas cosidas entre sí, hechas de impás y de semillas de columnas. Nunca me han gustado las de grapas, que se abren, se clavan en los pensamientos, deshojados. Tampoco las de espirales, que permiten arrancar los días y las horas, y a ti misma. Prefiero los tachones, las paginas del revés, los cercos de la taza de té y del primer beso, amaneciendo apenas; los garabatos inaudibles por la banda que tocaba aquella noche; y los dibujitos esperando subir al vagón, y un vagón dibujado con muchos personajes dentro, y personajes que no hablan y se dejan fotografiar y otros no. Líneas como mares y horizontes. Todos distintos. Incluso su olor. A tormenta o a Coppertone. Planicies tan secas como las ramas que giran junto a la carretera y la sed. De café. Que rellena a cada poco una camarera sonriente con delantal celeste y ojos a juego. Donde soñar con John Wayne y los Centauros del desierto. Huracanes que se ciernen con aires de desalojo. Océanos plácidos, lagos rumiantes, donde hacen presas los castores, otros que mecen sus olas al ritmo de los Beach Boys, o los apenas intuidos por la niebla, donde habitan elefantes marinos y mi sorpresa de niña de secano. Películas, versos, cuadros, paisajes, músicas donde dormir, y cuidarse y dejarse, llevar. Abandonarse en un vaivén de refugios como si el chelo, como si el poema, como si ese matiz de azul, como si el bosque... fuese una cuna. Capítulos llenos de son, escenas como agüita fresca, canciones, días y gente bordada de sol con las que bailar sin zapatos, y a las que guiñar un ojo al pasar; que llegan con falda de volantes y volando, volare nel blu dipinto di blu. Y te llenan de suspiro, de puro gusto. Y también, las que te hacen creer en Dios. A las que mirar con la barbilla hincada en el pecho porque se te han metido dentro, como los árboles gigantes. Testigos. De todo. Con todos, respiran. Llenos. De palabras, idiomas, lenguas. De silencios majestuosos.

De sinfonías y arias y susurros y reverencia. Ramas inalcanzables como cielos y lianas infinitas que envuelven cada sílaba dejándote muda. De respeto. Como cuando escribo, y les escribo, encogida un poco, tímida, sin saber si mis cuentos cruzarán su frontera, si les dejarán acompañarles en el desayuno, mientras se paran en el semáforo, si le harán un hueco en la bolsa de la compra. Son tan chicos que caben en cualquier sitio. Y vuelven cada miércoles, solo para entretenerles un ratito. Si me dejan, también este otoño.