A veces uno tiene la sensación de estar envuelto en cuentos. En cuentos chinos. El diccionario eleva a la categoría de embustes los cuentos chinos. La filosofía barata que siempre arrima el ascua a su sardina. El argumentario de pacotilla que, bajo la aureola de pretendida intelectualidad, no esconde más que ideas prefabricadas, conceptos equivocados y conclusiones de perfil bajo. En ese afán por querer ser mejor sin ni siquiera saber si se es o por querer llegar más lejos sin saber a dónde ir, la Extremadura eterna se llena de analistas, demógrafos, sociólogos, estadísticos, opinadores, catedráticos todos que se ven capaces de enmendar una encuesta, perforar una alineación de fútbol, comentar una cirugía de urgencia, radiografiar la economía o insultar sin medida, deporte favorito de quienes más traumas acumulan y mejor preparados están para relatar cuentos chinos.

Los gurús del nuevo periodismo, inventando cada día un nuevo cuento chino, insisten en las posibilidades de internet y la riqueza de la participación ciudadana pero ocultan las opiniones contrarias a sí mismos, reniegan de la autorregulación o la rectificación (por no decir también de la rigurosidad y el conocimiento) y miran para otro lado ante esa basura cósmica en que se han convertido los comentarios anónimos de las noticias, donde se difama, calumnia, engaña y acusa desde la más absoluta impunidad. Cuentos chinos son también los de la lechera, de consumo obligado para quienes aún creen que un tsunami es la pequeña ondulación del agua provocada por una piedra tirada al río. Empeñados en negar, camuflar, disimular, manipular o alterar las evidencias, propagan mensajes que son naranjas de la China, o sea, que ni en broma.

Cuentos chinos son las cartas de los correligionarios con pieles de corderos, las tablas de reivindicaciones con tufillo electoral, las promesas y proyectos que esconden colmillos afilados, las sonrisas que en el fondo son frías como el hielo, los discursos grandilocuentes que se olvidan de la realidad y origen de los problemas y, por supuesto, toda esa retahíla de anónimos que secundan incluso a un muerto.

Por lo pronto, y esto no es un cuento chino, una empresa de Badajoz exigirá judicialmente la IP de algunos espabilados que, desde internet, disfrutan cometiendo delitos mientras dicen que opinan y escriben sobre la actualidad.