La cultura es una caja donde cabe de todo. A veces ordenada y formal y otras resulta un amasijo de colores y materiales varios, difícil de clasificar. A pesar de que nunca queda muy claro en qué consiste, es indudable de que tiene prestigio además de ministerios, consejerías y concejalías. Por eso siempre parece oportuno que la cultura te toque de cerca y en ella te consideren integrado, o sea, culto. Y ahí viene lo peor de la cultura: los grupos que la reivindican suya. Pretenden apropiársela y para ello elaboran su propio código de cultura oficial. Te aprecian y eres culto si cumples sus estipulaciones. De otro modo, o eres inculto --cosa mala-- o de la cultureta --peor--, que es la degradación de la cultura, el colmo del quiero y no puedo culto. Si un grupo organiza un acto cultural invita a los suyos y aprovecha el evento para denostar a los ridículos contrarios que se creen cultos y no saben una eme. Los contrarios, a su vez, o no están invitados o, si lo están, no van para así demostrar a los otros el desprecio cultural que inspiran. Da igual cual sea el grupo, siempre se comportarán poniendo límites, convirtiendo a la cultura en el envés de lo que debería ser: un lugar estrecho de entrada restringida. Lo raro es acudir a un acto y encontrar gente de opiniones y orillas distintas. Lo raro es encontrar allí un lugar ancho donde sentirse gratamente acogido. Lo raro en esos sitios es recoger un algo más y salir pensando que hiciste bien en venir- Y, sin embargo, todo pasó el jueves en esta ciudad cuya cultura local es, casi siempre, cainita y rencorosa. Presentó José Luis Gil Soto su libro La traición del rey , primera y gratísima novela de un hombre no solo culto y escritor, sino capaz de aunar voluntades, de contentar a propios y ajenos, a grupos y a sus contrarios. De sonreír y dar las gracias cuando es él quien las merece. Por el libro, claro. Pero también por convertir esa noche a la cultura en, precisamente, una caja donde cabe de todo y todos.