Los grupos siguen al guía.Todos se asombran, imposible de abarcar la magnificencia de la Sala Maggior del Consiglio. Solo veo el paño negro pintado en el perímetro de la estancia, donde desde lo alto vigilan los retratos de cada Doge:Hic est locus Marín faletro decapitati pro criminibus (Este es el lugar de Marino Falliero, decapitado por sus crímenes). Su tacha es la evidencia del escarnio, el publico castigo que la Republica impone a los traidores más allá de la muerte: La condena al olvido. Falliero urdió un plan para eliminar cualquier oposición y proclamarse Príncipe de Venecia. Nada nuevo.En la Sala siguiente, los bienaventurados disfrutan de la vida eterna en El Paraíso que pinto Tintoretto, y se desvela en él, la advertencia que hoy solo podría enarbolar una Justicia fuerte, independiente: Solo se salvaran los justos.El imaginario que diseña una Venecia de amor desaparece corroído por la humedad de la laguna en aquel escenario político, mercantil que se palpa. Basta detenerse para casi sonreír constatando que nada cambia, aunque los ámbitos pueden mudarse: Venecia, España Pero se echa en falta ingentes metros de tupidos velos que tapen las vergüenzas que hoy nos rodean, y que, a diferencia, de la época del Doge, lucen impertérritas, inconscientes de su delito. Reflexiono sobre la responsabilidad de los que desidiosos, exhaustos,tenemos la tentación de hibernar en nuestro jardín, en nuestra biblioteca, atravesando fronteras-, y hacer como los italianos, que desde hace mucho tiempo, viven al margen de la vida publica, consiguiendo de facto, un desgobierno a lo belga. Un diminuto expresso en el Florián y leemos que lo que movió a aquel Doge fue una afrenta que recibió de los nobles su bella principessa. Y así, parece que el circulo vuelve a cerrarse, tanto porque hoy, como a lo largo de la historia, el amor, el poder, han sido los detonantes de tragedias y revoluciones, y porque la ciudad vuelve a recolocarse, a conciliarse con su vocación amorosa. Anochece y del frio húmedo surge la necesidad de arroparse, de buscar unos guantes, de rememorar un nombre-y la mirada se regodea en las parejas subyugadas no solo por el entorno, si no sabedoras de su propio privilegio, por la gracia encontrada, y el resonar de sus pasos juntos, atravesando la Piazza. E irremediablemente, vuelve El Gatopardo: él, viejo y cansado, y ella, vestida de blanco, bailando el vals final, un pasado que se extingue y un futuro que ya es el presente.