El tópico de la España profunda contaminó de inexactitud el crimen de Puerto Hurrano y el tópico del monstruo ha contaminado de irracionalidad el final de Antonio Izquierdo . En Navalvillar de Ibor un hombre acaba de matar a su vecina. En Leizhou (China) un lugareño ha acuchillado a una veintena de niños. Igualmente fueron asesinados 16 niños y su maestra en Dumblane (Escocia) en 1996, otras 16 personas fueron asesinadas en un colegio de Erfurt (Alemania) en 2002, 8 muertos más causó un estudiante en un instituto de Tusula (Finlandia) en 2007, 9 alumnos y un profesor mató otro estudiante en Kauhajoki (Finlandia) en 2008, por citar algunas de las matanzas más significativas ocurridas en Europa en los últimos años. De las sucedidas en Estados Unidos, mejor no hablar. Y, así, en cualquier parte del mundo.

Masacres de este tipo, que tienen lugar en todas partes, no tienen nada que ver con el grado de desarrollo ni con otras condiciones sociales que no sean las derivadas de la naturaleza del ser humano y de su inestable psiquismo. Los acontecimientos son la manera con la que el hombre es capaz de moldear el tiempo y cuando hay sucesos que no nos gustan, los adjudicamos no a una persona, sino a un monstruo. Nuestra vida se inscribe necesariamente en el acontecer, pero, para que nuestra existencia tenga una dimensión ética, tratamos de controlar lo que pasa, para que no pase lo malo. Y, como eso es imposible, cuando ocurre lo peor no lo atribuimos a uno de nosotros, sino a un excluido. Nos da miedo mirarnos en el espejo del ogro, y no solo porque el asesino nos infunde temor, sino porque nos asusta lo que entrevemos en nuestro interior cuando miramos a leviatán. Degradando al monstruo, reduciéndolo a un plano no humano al hurtarle el ritual, al mandarle a una fosa sin ni siquiera la presencia caritativa del capellán penitenciario, no hacemos más que expresar el espanto de nosotros mismos. Y la única forma de reconciliarnos con nuestra propia naturaleza en casos como éste es otorgándole al reo tal vez el único derecho que le quedaba y que nunca perdió: el de su condición de ser humano. No lo hemos hecho y, por eso, ni nos hemos quedado tranquilos, ni hemos hecho justicia con él ni con nadie, salvo con nuestro miedo. ¡Qué pena!