Es difícil saber si vivimos en una ciudad media o pequeña. En España hay muchas con menos habitantes que Badajoz y, en este sentido podríamos considerar que nuestra existencia se mueve en un entorno aceptable. Ni tan pequeño que nos ahogue, ni tan grande que nos convierta en individuos aislados. Hemos superado los ciento cincuenta mil habitantes, una cifra que permite esconder nuestra individualidad sin dificultarnos el contacto cuando lo deseamos. Estamos lejos de la ciudad de los primeros años de mi infancia, aquella en la que éramos mayoría los que vivíamos en el interior del recinto de las murallas. Ya se habían derribado grandes lienzos, pero el palpitar de Badajoz aún se agazapaba tras la línea de cicatrices. Había barrios periféricos y hacía años que existían las casas del ayuntamiento en Santa Marina y se habían levantado los grupos de José Antonio, pero era al paseo de San Francisco, al parque de Castelar, a las plazas de San Juan, San Andrés, y de la Soledad, a la calle del Obispo, a la de San Juan, Calatrava o San Blas, a donde los ciudadanos iban a pasear, a realizar sus compras, a charlar y a disfrutar de su ocio. Ciudad recogida tras las heridas de sus muros, provinciana sin saberlo en un tiempo de vivir aislado pero en la que bajo el cristal del transcurrir pausado, ya crecía el embrión del Badajoz nuevo. Estallaron las costuras y se desbordó. Se multiplicaron los servicios, aumentó su área de influencia, y se ha convertido en un lugar abierto donde la actividad crece y nuevas ideas buscan arraigo.

Ahora necesita que le demos la orientación adecuada para no perdernos, porque a este Badajoz de hoy le faltan objetivos claros, adolece de equilibrio. No se trata de crecer más, sino de profundizar en el crecimiento conseguido. Saber que queremos ser, en qué deseamos convertirnos.