Desde marzo aparqué mis escritos más guerrilleros, esos en los que sale el perfil mal encarado, los pelos como escarpias, las uñas afiladas y la garganta seca de sed y de ya está bien. Intenté prestarles esa onza de chocolate que endulza la tarde, una pizca de sonrisa antes de irse a dormir, un guiño entre sorbo y sorbo de café para aliviar el amargor, de tantas horas oscuras. Pero me cuesta no levantar la voz, subirme al escalón desde esta columna, chiquinina, pero matona. Cuando me angustio, me sube el calor hasta las orejas y el frío, agudo, desde la boca del estómago, hasta que alguien que me quiere bien, me hace parar, respirar tres veces, profundamente, y alzar la mirada. Un piloto sabe que es peligroso tener visión de túnel, concentrarse tanto en lo que tienes delante que pierdes la perspectiva. Y eso te puede costar un mal aterrizaje. La vida. Ahora apenas vemos. Los ojos y el animo gacho. Hechos un ovillo pasamos las semanas, replegados como las cochinillas, mordiendo la cola de la pescadilla o de la marmota. ¿Cómo pensar así en los que ni siquiera tienen tiempo para tener miedo?, en los que corren, corren, para escapar de las contiendas. En los que utilizan el miedo como flotador al cruzar en estrecho. En los que apenas tienen miedo que llevarse a la boca en Venezuela?. En los que han cosido sus labios con miedo para no ser detenidos por ser disidentes . En los que han hecho del miedo su sombra y solo a su amparo se permiten amar a quien tienen prohibido. En las que lo llevan adherido a la piel y ni siquiera les protege de la humillación, de la posesión, de los golpes. De los que no tienen coraza, solo el miedo sobre sus cabezas, y la lluvia, la nieve, el hambre se cuela por sus rendijas ... Cómo pensar en ellos, si el miedo al virus nos inmoviliza. Y a la vez, cómo no pensar. Este dolor colectivo debiera hacernos conscientes del otro. Salíamos a los balcones y el vecino tenía nuestra misma cara, la misma pena, idéntica soledad. Los ataúdes de Italia, eran los mismos que los nuestros. Los médicos agotados de las noticias tenían los ojos de las que nos atienden en nuestro centro de salud, de los que curan a nuestros niños. Qué hace falta para reconocernos también en el refugiado, en la maltratada, en el preso, en el perseguido, en el represaliado... ¿Qué otro virus, qué guerra debemos esperar para curarnos por fin de nuestra ceguera, de este suicida egoísmo?