Es un rincón, un recodo de acceso a la gran plaza, apenas un punto en el plano de la ciudad. Muchas personas hará tiempo que no pasan por ahí, o si pasan no se fijan, y si se fijan no dicen nada porque pensarán que a quién o para qué lo van a decir. Yo lo veo muchas veces, y lo miro, desde la atalaya de una ventana situada casi enfrente. La catedral enfila, con sus dependencias anexas, la calle San Blas. Ese es el pequeño espacio al que me refiero. Está más sucio que nunca. La zona se barre y no hay basuras, ni bolsas, ni papeles, pero no se limpia. El suelo y las escalinatas del templo están ennegrecidos. Regueros secos de fluidos sospechosos, absorbidos por la porosa piedra, han quedado inmortalizados; recuerdos de antiguas secreciones a la espera del cepillo compasivo que los libere. Por la huella que dejaron se ve que descendieron rápidos los escalones para derramarse luego en el embaldosado. Ahí están, unidos los testimonios de viejas y nuevas micciones.

Desde la ventana reflexiono sobre esas manchas en tierra de nadie y me pregunto de quién será la competencia de adecentar el recodo. He comprobado que la escalinata principal de la catedral la friegan personas a ella vinculadas, pero esa otra escalera no le ha visto adecentar nunca.

¿Será competencia de la Iglesia o de la flamante empresa de la limpieza? Unos que limpien los escalones si son bienes privativos y están en suelo consagrado, y otros el pavimento público por el que los efluvios se derramaron. Es posible que ese sea el problema. Que nadie lo tenga claro y, ya se sabe, unos por otros y las meadas fosilizándose en los intersticios y junturas.

Habrá que promover un encuentro, como los del ayuntamiento y la Junta, y determinar de quién es la competencia. Quién tiene que ocuparse de qué.

Llamo la atención a unos y otros para que se detengan en ese rincón, apenas un punto en el plano, y vean si es posible darle un fregado a conciencia.