El diminutivo lo inventó la primera madre que empequeñeció el nombre de su hijo para mecerlo en la cuna de su amor. El afecto y el aprecio determinan la ternura onomástica, matriz de todo diminutivo. Es nuestra madre, en efecto, la primera en empequeñecer nuestro nombre. Esta reducción apelativa es inversamente proporcional al amor que desvela. Por eso el diminutivo del propio nombre es cosa sagrada y no se debe tolerar en boca de quien no pertenece al círculo más íntimo y querido. Porque el diminutivo también habla de pequeñez y simboliza debilidad. Por eso siempre hay quien se apropia de él con descaro, en un intento no de mirar al otro en la tolerancia, sino en el desprecio, vicio muy común en el superior cuando trata con el inferior y en la derecha cuando se refiere a líderes de izquierda. Cuando un jefe llama a un subalterno por su diminutivo hay que ponerse en guardia. Es rara la ocasión en que es justo permitirlo. La primera vez que un dirigente, un cabecilla, un director o un jerarca se dirige a uno de esa forma es mejor pararle los pies, porque casi con toda seguridad te está, si no despreciando, como suele ser lo habitual, cuando poco, menospreciando. Y tolerar un precedente de ese tipo es abonarse a no recibir respeto en adelante.

La derecha tiene también este vicio de tratar de empequeñecer al adversario llamándolo con un diminutivo irrespetuoso. Podemos ver a menudo en los medios de comunicación cómo cualquier desnortado, incluyendo algún exfuncionario y exbancario reconvertido a la vejez en columnista, llama en sus escritos Trini a la ministra de Asuntos Exteriores, Pepiño, al ministro de Fomento, Zerolete a un concejal socialista del Ayuntamiento de Madrid, Alfredito al ministro del Interior, Maripajines a la ministra de Sanidad, Maritere a la anterior vicepresidenta primera del Gobierno, y así hasta la extenuación, siempre contra los socialistas, sin que a estos revolucionarios de la pluma se les vean jamás salidas de tono semejantes con los Marianos, las Sorayas, las María Dolores, las Esperanzas, los Jaimes o los Franciscos. La crítica política se deprecia y empequeñece cuando trata de empequeñecer a los demás abusando del agravio. El diminutivo injusto hace en realidad diminuto a quien lo profiere, desvelando que la grandeza no es cosa suya.