Tengo la fortuna de despreciar el dinero. Va en mi naturaleza no someterme a su esclavitud y esto es una suerte. Hay mucha gente, tan buena o tan mala como yo, que adora el dinero y lo tiene como una meta primordial de la vida. Si yo fuese así, tal vez haría lo mismo. Pero agradezco sobremanera que en los cimientos de mi personalidad no figure ese apetito, porque eso me ha permitido dos cosas esenciales: dedicar mis energías a conseguir lo verdaderamente importante de la vida y tener toda la libertad que se puede tener en este mundo.

Comprendo perfectamente al que ama el dinero. He conocido a muchas personas así. Algunas lo sometieron todo a esa pasión y el resultado fue nefasto. Otras optaron por la frivolidad del lujo y el desaforado disfrute y tengo que reconocer que se divirtieron. Las hubo que compaginaron sabiamente dinero y capacidad y levantaron proyectos meritorios. Finalmente, otras, las menos, se arrepintieron un día e invirtieron su capital en solidaridad cuando todavía estaban a tiempo.

La opción de la modestia, sin embargo, permite también disfrutar, divertirse, crear y ser solidario, sin el riesgo de la codicia. La modestia democratiza la humanidad y la hace fecunda. La ventaja de esta opción es que, al ser mayoritaria, es la que hace que el mundo funcione y que no todo esté perdido. Porque todas las gotas hacen el mar, pero una catarata lo que hace es ruido. Yo me siento identificado con las gotas de agua. Las cascadas, por monumentales y famosas que sean, no han sido concebidas para la mutualidad y la reciprocidad, que son los conceptos sobre los que se basa el mundo.

Al final, la mayor riqueza de una persona es su nombre, es decir, su crédito y su prestigio. El dinero no cabe en la tumba de un hombre, pero su nombre, sí. Y aun después de muerto, la memoria de su nombre hablará por él. Todas estas consideraciones me hacía yo el otro día cuando saltó el escándalo del dopaje en cierto sector del atletismo español. En un instante se esfumó el nombre de tanta gente aparentemente honrada y valiosa y emergió de los escombros el totem sucio de la pasta. Dinero negro, blanqueo, fraude fiscal, paraísos fiscales. A eso quedó reducida la trayectoria de gente cuyo nombre dejó de pronto de valer nada. Sólo por dinero.