Hace 100 años nació Ingmar Bergman, uno de los cineastas más lúcidos y profundos de siglo XX. Su cine estaba impregnado de la soledad y la tragedia que el hombre contemporáneo sufre por el vacío que provoca el silencio de Dios. Esa sensación de abismo y la permanente amenaza de la muerte le hicieron perder su fe en Él. En su película El séptimo sello, cuando la muerte trata de explicar al caballero por qué Dios está callado, el sosias sueco del Quijote se lamenta: «Entonces la vida es un horror atroz. Nadie puede vivir abocado a la muerte, sabiendo que no hay nada».

Hawking, que se acaba de morir, pasó de introducir Biblias secretamente en Rusia a negar la existencia de Dios. Lo cuenta la madre de sus hijos, Jane, en su libro Hacia el infinito, donde acepta, por la enfermedad de él, el ateísmo de su exmarido pero reconoce que fue la fe en Dios lo que a ella le ayudó a estar a su lado porque el ateísmo «no puede ofrecer consuelo, bienestar, ni esperanza, respecto a la condición humana». Dios ha estado presente de una manera esencial en la historia de la filosofía. San Agustín, como sugiere Jane de Stephen, se preguntaba por qué Dios permitía el sufrimiento de las personas. El libre albedrío fue la respuesta a sus preguntas. No somos marionetas. El mal moral es el resultado de nuestras decisiones.

El pesimista Pascal, que pensaba que todo el mundo es desdichado, creía que estamos en algún lugar entre los animales y los ángeles y que, el ser humano, solo tiene potencial cerca de Dios. El corazón y no el cerebro es quien nos conduce a Dios. Creer en su existencia era una apuesta al cincuenta por ciento. Y no se puede no tomar partido. Kierkegaard, atormentado por su renuncia a Regina, vivió en sí mismo el riesgo que supone dar un salto de fe. Sabía que una actitud así era irracional pero sería, finalmente, la fe la que le mantendría en pie frente a la adversidad. Descartes afirmaba que la idea misma de Dios demostraba su existencia y con su argumento de la impronta divina concluía que sabemos que Dios existe porque nos ha implantado esa certeza en nuestras mentes. Esté Dios en los pucheros o en una lágrima, en la sonrisa de un niño o en una promesa, bajo un paso o en la playa, siempre es mejor no dar la espalda a quien aporta algo de sentido a un existencia asfixiante.