La ola de frío, de nuevos contagios, nos ha hecho abrigarnos, debajo de un tiempo, con tiempo, de sobra.

Por una vez. De mantas espesas como las de Zamora y como las horas, blanquecinas, de después de comer. Encogidos, los movimientos ralentizados y las ideas, que regresan después del primer espanto.

Andaban desperdigadas, cada una había ido a parar a un rincón, de medio lado, sin peinar, donde el susto que las sacudió en marzo, las había dejado caer, como tras un estornudo. Vuelven a casa por Navidad, con el turrón de Suchard, un poco achispadas, también, de tanto concentrarse. Y nos sacan a pasear, con las articulaciones lubricadas, casi nuevecitas, como de estreno. Y nos pensamos. Con un golpe de frente.

Como aquel anuncio de «anda la Nocilla!». Una vez comprendido que es imposible planear, y diseñar mañanas, los pensamientos parecen puntas de alfiler, moscas muy juntas en un platito con miel, mirándote. Nos vemos. Ahora, en este instante. Nos acercamos más al espejo, sorprendiendo canas, arrugas, unos kilos de más, también en el alma. Un equipaje que creíamos domesticado ha hecho mella en la espalda, dolorida, doblada, por no haber aguantado el peso. Y toca pues, como hacen los virólogos, volver. Analizar los contactos previos, los movimientos, los trayectos. Quién añadió piedras, culpas, amargura a la mochila. Puso palos a las ruedas, cortó las alas, la alegría, el aliento. Qué esquina doblaste.

Qué tren pasó, sin decidirte a subir. Quién te acompañó un trecho para después dejarte a tu suerte. Quién te vio tropezar y te humilló, quién acudió a sostenerte. Quién descorchó la botella antes de que tu misma te permitieras, siquiera, esbozar el éxito. Quiénes te echaron un pulso. Quién tiró la toalla. Quién intentó ahogarte con ella. Dónde aprendiste a respirar. Cuándo comenzaste a ver. Qué te enseñaron, qué aprendiste. Qué dos segundos de felicidad valieron tu vida. Llegaron. Bastaron. Qué nombres te hacen llorar de emoción al pronunciarlos. Quién se fue para no volver. Quiénes son y estarán, siempre. En qué te equivocaste. Qué pudiste enmendar. Qué olvidaste. A quién debiste pedir perdón. Qué no entendiste. Qué callaste y qué deberías haber gritado. Qué te hizo despegar. Qué libros, qué música, qué paisajes, qué películas crecieron contigo. Diseccionamos el trayecto, sin prisa, un paso atrás para llegar a un ahora que nos encuentre despiertos, que nos enseñe a saborear como único, como un precioso regalo, el instante. Y lo convirtamos en guirnalda para el árbol, en ofrenda ante el Belén, para llenar los zapatos la mañana de Reyes, para rezarlo, dando gracias, en este domingo de Adviento.