La perversidad y la banalidad del mal son dos conceptos que llevan décadas estudiándose tanto por científicos como por artistas e intelectuales. Las razones por las que una supuesta comunidad aparentemente idílica acaba convirtiéndose en un lugar irrespirable donde la crítica muta en amenaza, el análisis en descalificación, el comentario en reprobación y la opinión en murmuración. Estos elementos, aderezados con la vanidad, la ignorancia, la envidia o la soberbia, son el germen del odio y la violencia. A veces, larvada, oculta, seminconsciente, pero siempre dispuesta, capaz de aflorar ante el más insignificante de los resortes porque llega un momento en que lo excepcional se transforma en rutina y se juega con el mal por diversión, con la difamación por entretenimiento y con el odio como excusa. Un reportaje de periódico, una declaración política, una decisión administrativa o un proyecto que no nos gusta pueden desencadenar un ambiente de hostilidad y hostigamiento, de persecución y humillación pública difícilmente controlable. Si a ello se le unen las redes sociales, los comentarios a las noticias que publican los medios digitales o las octavillas, carteles y libelos diseminados por las calles, casi siempre de forma anónima o pseudónima, en todo caso cobarde, ya está cocinado el caldo de cultivo para generar una sociedad adorando al dios del mal donde la violencia verbal es su profeta. En 2009, Michael Haneke dirigió la premiadísima película La cinta blanca, que describe con sutil maestría la degeneración del pueblo de Eichwald, un lugar adorable donde la crueldad se entremezcla entre pequeños y mayores que se conducen a sí mismos hacia el abismo que entre todos están construyendo: unos con la maldad y la crueldad en estado puro, otros con el miedo como respuesta, que llegan a perder hasta el sentido de sus buenas razones y, finalmente, los que guardan silencio, creyendo así escapar, sin éxito, del cataclismo.

En el pasado, eran fascismos o estalinismos, violencia a fin de cuentas; hoy, soterrados o no, son los mismos elementos que conforman lo peor de la condición humana y pueden transformar a un ser en apariencia normal en reaccionario y peligroso.