Había desaparecido. Me pregunté dónde estaría, adónde van los que no tienen nada. El reducto del cajero había sido su dormitorio durante unas noches. No sé cuantas. Solo coincidí con él dos veces, tumbado sobre una ligera manta o saco de dormir, educado y respetuoso con los que entrábamos a sacar dinero. "Si quieren me marcho" decía. No era el primer indigente que veía refugiado entre las cristaleras, su intimidad expuesta, para descansar a resguardo del frío. Ni es el primero, ni será el último. Decía que en el centro de acogida solo se puede dormir unos pocos días. El mismo lo encontraba lógico. "Somos muchos y hay que dejar sitio para los demás". Dos veces lo vi. Cuando volví ya no estaba. Me pregunté dónde habría ido, en qué otro refugio acristalado habría instalado su dormitorio. Supongo que irá de uno a otro conforme lo vayan desalojando. Pensé en todas las personas que están en la misma situación que este hombre, viviendo en la calle. Mujeres, hombres, jóvenes, de edad madura y ancianos. Nómadas solitarios que van formando un ejército silencioso que se hace invisible en su individualidad. Pero cada vez son más. Existían en los tiempos de abundancia y se multiplican en estos de escasez. Me pregunto a dónde les lleva su peregrinar, dónde darán sus últimos pasos.

Estaba allí, acurrucado, y ya no está. Se ha perdido en la ciudad, entre las calles. Engullido entre las gentes más afortunadas que vamos y venimos, que tenemos tarjeta para sacar dinero de los cajeros, y que luego vamos a nuestras casas, mejores o peores, pero las nuestras, dónde descansamos, a resguardo.

Ellos no tienen esa seguridad, ese lugar en el que refugiarse. Portales y recintos de cristal.

Son cada vez más. Ejército de nómadas silenciosos.