E ra buena chica. Amaba su independencia y también lo amaba a él. Con adoración. Mujer pragmática que entendía las dificultades por las que atravesaba su país. No sabía de sutilezas y no se paraba a pensar si era adecuado lucir sus perlas con unas botas de agua y una desfondada falda de franela. Le reconfortaba ponerse las rebecas viejas que guardaban el perfume de su esposo. Franklin Delano Roosevelt era un hombre refinado, que apreciaba las cosas bellas, el olor del jabón de almizcle, el sabor de un esponjoso pastel de malvavisco, el mejor whisky de Kentucky, hablar francés, el arte, la caza. Las mujeres. La traicionó. Y la evidencia de sus mentiras rompió a Eleanor para siempre. Él no se esforzó en curarla, no cultivó su confianza con pasión ni ternura, como luego se reprochó mientras ella le asistía al momento de su muerte. La sabia leal, que no malograría su carrera. Nunca supo, sin embargo, del tamaño de su dolor, no imagino cómo rezaba rabiosamente, pidiendo tener la luz de la que ella al parecer carecía, y que hacía revolotear a su esposo como una mariposa nerviosa, buscando. Así que ella, vencida, también buscó. No se conformó con aparecer acompañando al Presidente, fue columnista, luchó contra las ideas racistas, las desigualdades, peleó por los derechos civiles. Habló con las mujeres, escuchó cómo economizaban con el maíz, o cómo ensamblaban las piezas de la bomba del agua. Les cogía la mano cuando le contaban de las borracheras de los maridos, de las enfermedades de los hijos, de la pérdida del rancho. Fue irreemplazable tejiendo la Declaración Universal de los Derechos Humanos y consiguió que pudiera ser promulgada el 10 de diciembre de 1948. Pero a veces, exhausta, se reinventaba, dejaba de ser la primera dama, escapaba con su Buick descapotable celeste, las gafas ahumadas, el pañuelo recogiendo los rizos y su amiga de copiloto. Recorrían los pueblos de incógnito hasta recalar, cantarinas, en pequeños moteles de montaña. Delante del fuego, se balanceaban en silencio, escuchándose se daban la mano. Eleanor respiraba siguiendo la cadencia de su mecedora y sonreía cerrando los ojos, por fin en calma, mientras tras las ventanas, se ponía el sol.